Finales de mayo de 1971. El holandés Tony Ronald (que en realidad se apellidaba De Boer) estaba a punto de pegar un pelotazo convirtiendo su “Help, ayúdame” en la canción del verano en guateques y boites. La España tardofranquista empezaba a asumir la decadencia del sistema con la misma rapidez con la que los tecnócratas adelantaban por la derecha a los del búnker. El día 20 de ese mes Estados Unidos y la URSS acercaban un poco sus posturas en materia nuclear en el marco de las negociaciones SALT… y diez días después, por fin, España iba a poder jugar un partido en territorio soviético. El último partido oficial y de competición entre Rusia (entonces URSS) y España en un verde moscovita hasta el que se celebre este domingo.
Siete años antes de ese choque Marcelino -que no era precisamente sospechoso de ser facha– le había dado con su golazo a Franco una enorme victoria propagandística en la segunda Eurocopa; once antes -en la primera edición de ese torneo- el Pravda había llamado “gallinas” a los españoles por la decisión de nuestro tirano -ellos tenían al suyo también- de retirar al equipo de la competición antes de enviarle a jugar a suelo rojo.

Total, que el choque tenía todos los condicionantes para ser catalogado como el “partido del siglo”. Entrecomillo porque así lo consideró en su portada del 30 de mayo, día del encuentro, el Mundo Deportivo, que añadió que constituía “por muchas razones” el acontecimiento más “espectacular y de raíz popular más profundo que el fútbol español ha vivido en toda su historia”. Toma ya.
La cortina de ducha radioactiva que se interponía entre el Este y el Oeste de Europa hacía que los aficionados de un lado no supieran gran cosa de los argumentos de los enemigos. De una parte, una selección con su teórica estrella Pirri lesionado y Gárate renqueante; de la otra, un equipo que desde 1958 había destacado en todos los campeonatos que se habían disputado merced al empeño desde tiempos de Malenkov en hacer de este deporte atractivo para las masas y que costaba poco de mantener una efectiva arma propagandística. No obstante, para la prensa española, los soviéticos eran más atletas que futbolistas. Exceptuaban la herencia del centrocampista georgiano Kakhi Asatiani -el primer jugador en recibir una amarilla en un Mundial y quien por cierto tiene una singular historia detrás hasta que le asesinaran en 2002-.
A España la entrenaba Kubala, quien en la previa del encuentro se fundió en un abrazo con el recién retirado Yashin mientras anunciaba que su equipo no jugaría a la defensiva porque sería perjudicial para la meta que defendería Iríbar. La expedición estaba feliz porque al hotel llegó la noticia de que el convocado sevillista Lora acababa de ser padre. Copa de champán y listos.
La expectación despertada en España por el partido se aprecia en los cerca de 5.000 (sí, esa cifra salió en prensa) de aficionados de la selección que se aventuraron a ver el choque en Moscú. Muchos, claro, albergaban la contradictoria sensación de apoyar a un país que por cuestión de ideología habían tenido que dejar en el recuerdo. De hecho, este partido sirvió para recordar la torpeza de la prohibición de que se disputara el del 60.

Llegan las cuatro y media de la tarde. En juego, la mitad de la clasificación para la Eurocopa del 72 -los otros dos rivales, la Irlanda del Norte de Best y Chipre, eran teóricas cenicientas-. En el estadio Lenin no hay huecos (105.000 espectadores) ni banquillos y la distancia entre el césped y los técnicos es enorme. Ni España ni la URSS juegan de rojo. Unos van de azul y los otros de blanco.
La España futbolera y la que no lo es están pegadas a sus pantallas. La señal de la televisión alemana es errónea y emite, de primeras, otro partido. Con cinco minutos de retraso llegan, por fin, imágenes desde Moscú. En Rusia hace buena temperatura y el campo está seco y algo ondulado. Los aficionados españoles en el estadio están ubicados en una esquina del estadio y bajo una bandera en cirílico que reza “Viva el trabajo”.
En la primera parte Rexach y Kolotov son incapaces de marcar; en la segunda resulta determinante la lesión de sol –se luxó el hombro-. Kolotov marcó en el 79’ el 1-0 de fuerte disparo tras una gran pared y Shevchenko (también escrito Chevchenko y Tchevchenko) aprovechó un despiste de la defensa española para colar el segundo. El postrero gol de Rexach haría albergar esperanzas de que en España el resultado pudiera ser volteado y de conservar así finalmente el liderato para lograr la clasificación (no sucederá porque España empató a cero en la devolución de la visita en Sevilla y se quedó sin Eurocopa como dos años antes y dos después sin Mundial).

Las crónicas de aquel partido reflejan la cordialidad de los expedicionarios y la hospitalidad de los anfitriones. Dos equipos de dos regímenes antagónicos que en el césped jugaron al fútbol sin atender a otras componendas. Aquella URSS que luego llegó a la final de esa Eurocopa (cayó 0-3 ante la Alemania de Beckenbauer) aprendió mucho en lo deportivo, pero la política se volvió a interponer en su camino. Apenas dos años después de este URSS-España la selección soviética que había eliminado en su grupo de clasificación para el Mundial del 74 a Francia debía medirse a Chile en Santiago para acceder al torneo tras el 0-0 de la ida en Moscú. Sin embargo, el golpe de estado de Pinochet había convertido el Estadio Nacional en un centro de tortura y los dirigentes soviéticos deciden que su equipo no debe jugar allí porque precisamente el nuevo régimen chileno de militares quiere que se celebre el choque en ese recinto para aparentar normalidad. La FIFA decide que los jugadores locales salten al campo y marquen un gol para sellar su pase. Lo hacen sin que ningún rival les frene. Caszely, el mítico delantero bigotudo chileno, catalogó aquello de “teatro del absurdo”. Chile no celebró su pase al Mundial.
El domingo, en un estadio que ya no se llama Lenin, solo se jugará al fútbol entre Rusia y España. Cualquier tiempo pasado no siempre fue mejor.