Tengo un sueño recurrente conforme se acerca el comienzo del Mundial. Mi mente imagina al centrodelantero Almoez Alí -la estrella de Catar según he podido descubrir en internet- anotando el gol que les mete en semifinales con un excelente ensayo de rugby. Consultado el VAR por cualquier árbitro engominado y forzudo, la máquina y quienes la controlan deciden que anular un tanto al anfitrión en un momento tan sublime e importante para su acercamiento a Occidente podría entenderse como un inconveniente gesto político. A resultas de esa justísima decisión miles de sujetos ataviados con sus thawds y gutras se abrazan enarbolando una bandera que hasta 1971 no era de ningún Estado independiente y desde entonces apenas la conocen quienes negocian por o para el petróleo y los bienes de lujo. El fútbol devuelve así a los cataríes, en mi ensoñación, su millonaria apuesta con aparente gloria y mucha publicidad.
Sería la deliciosa sublimación de un proceso que ha sumido el fútbol moderno en una sucesión de incoherencias con su faceta deportiva y de avances en lo que a negocio se refiere. De abrazar regímenes totalitarios y con tufo medieval enviando las mejores competiciones a sus novísimos estadios y colocar mientras, para compensar o por mero interés geoestratégico, la bandera ucraniana bien visible.
En Catar se piensa que los homosexuales están mal de la cabeza y que beber es un pecado. La respuesta de Occidente es pedirles a los gais que no lo parezcan mucho si optan por animar a su selección allí (algo así dijo el ministro de Exteriores británico James Cleverly) y advertir a quienes les dé por empinar el codo -a 12 euros la birra- de que se atengan a las consecuencias.
Si alguna selección -dentro de la hipocresía general- decide sacar un poco los pies del tiesto se le pone rápido freno. A Dinamarca le han prohibido entrenarse con una camiseta que pone “Derechos humanos para todos” porque la FIFA -a la que un día Eduardo Galeano la llamó el FMI del fútbol- entiende que eso es un eslogan político.
Por esto, y porque no encuentro atractivo alguno en ninguno de los países del Golfo Pérsico, nunca iría a Catar por placer. Sí que iría -si tuviera dinero y tiempo suficiente- por ver un partido de este Mundial de la vergüenza.

Antes de que cataloguen mi discurso de inconsistente, les pido que se monten en mi máquina del tiempo. A 1930 y ese primer Mundial que boicotearon casi todas las selecciones europeas porque se disputara en Uruguay; a 1934 y el “vencer o morir” de Mussolini a la azzurra antes de la final de Roma; a 1966 y el regalito de Bajramov a Inglaterra contra Alemania; a la Guerra del fútbol que contó Kapuscinski entre Honduras y El Salvador para acceder al Mundial del 70; a cuando la Chile de Pinochet se clasificó para Alemania’74 porque la URSS se negó a competir contra ella; al 78 y los goles de Argentina en el Monumental escuchados por los presos en la ESMA; a las ayudas arbitrales que recibieron todos los anfitriones en sus respectivos torneos hasta la fecha (con su apogeo en el escándalo de Corea en 2002) …
La historia del Mundial no es la historia que queramos escribir, sino la propia historia de nuestros tiempos. Nuestro hoy de 2022 -nos agrade o no- pertenece a un capitalismo salvaje en el que voluntades y sueños están corrompidos por la satisfacción inmediata y la exigencia máxima de un rendimiento plasmable en billetes. Como casi siempre, pero sin vergüenzas. El fútbol es ahora, así lo ve el escritor Patrick Vassort, una “institución totalitaria” en sí. Tal vez un día, dentro de unas décadas, este Catar’22 sea visto como otra rareza más. Como el año en el que el mundo del fútbol tuvo que cambiar de hábitos y tragar saliva para disfrutar del torneo más bonito de todos en noviemebre.
Respeto a quien, por conciencia o por hartazgo, renuncie a disfrutar de esta competición. No me voy a sentir culpable por hacerlo, porque bastante esfuerzo tiene el nostálgico con vivir demasiado en el pasado como para no aspirar a crearse otros recuerdos dignos antes de perder la cabeza. Por eso y porque considero que los occidentales queremos creernos que somos mejores conforme pensamos más en que lo somos, pero apenas llegamos a meros espectadores de nuestra propia impotencia en el propio recorrido. Feliz Mundial de Catar. Lo que cambiaría todo si se modificara una letra de ese nombre.