Cracovia, a diferencia de Varsovia, ha sido capaz de pasar por la historia sin que la historia pase (demasiado) por ella. Por eso, el visitante aún puede pasear por la colosal Rynek Glowny –la Plaza del Mercado- y su exquisita Lonja de Paños o por el impresionante castillo de Wawel –que fuera hogar del virrey del tirano, el Gobernador General Hans Frank y donde ahora se puede ver La Dama del Armiño de Leonardo- sin oler a recién pintado. Incluso se han permitido el lujo de recrear en otro sensacional museo –el histórico de la ciudad- el mundo subterráneo que encierra los cimientos de la primitiva ciudad medieval.

A Cracovia la respetaron hasta los soviéticos, quienes llegaron a pensar en dinamitar su burgués centro pero afortunadamente optaron por construir una nueva ciudad llamada Nowa Huta que viviera a consta de una enorme empresa siderúrgica llamada Lenin y que iba a ser la envidia del urbe comunista (hoy Nowa Huta es un complejo de mamotretos hechos viviendas por donde pasean Trabant turísticos repletos de nostálgicos y curiosos).
El poeta francmasón Adam Mickiewicz es venerado en Cracovia. Mickiewicz fue otro francófilo que peleó en Crimea con una legión que llevaba su nombre por Polonia apoyando a los turcos contra Rusia y que se entretuvo componiendo unos Sonetos entre cañonazo y cañonazo que le harían célebre por su -naturalmente siendo un romántica- nostalgia patria.

Pasando de puntillas por las mil iglesias bellas de la ciudad –es mucho pasar: la Basílica de Santa María, Santa Bárbara, la Basílica de los Santos Pedro y Pablo…-, el otro gran atractivo de Cracovia lo representa su legado judío. Kazimierz fue en su momento una ciudad concebida en el siglo XIV dentro del relativo respeto que en esos tiempos se les tenía a los judíos. Con los años y su crecimiento, terminó uniéndose al resto de Cracovia y se convirtió en uno de los principales centros de cultura de la religión de Moisés en Europa. Entre el 39 y el 45 la banda de Hitler quiso germanizar Cracovia exterminando toda huella eslava y judía de la ciudad para lo que se esmeró construyendo Auschwitz (hablaré de aquello mañana). Creo un Ghetto y prohibió a los polacos a riesgo de su vida -el único pueblo con el que adoptó tan draconiana medida- negociar con los que en él estaban encerrados –aunque algunos cracovianos se hicieran de oro trapicheando, como le confesó uno de ellos al escritor Laurence Rees: “ellos no podían darle bocados a un anillo, pero si lograban canjearlo por una pieza de pan podían vivir un día o dos más”-. En ese contexto de desesperación surgió la figura del empresario y vividor Oskar Schindler, quien llegó a Cracovia a montar una fábrica para ganar muchos marcos y termino actuando, simplemente, como un ser humano, lo cual era mucho decir en unos tiempos tan crueles. En la antigua Emailwarenfabrik que retrata la película de Spielberg se encuentra hoy un museo saturado en el que se cuenta muy bien la historia de la Polonia ocupada.

No sería justo dejar de escribir de Cracovia sin celebrar la existencia de sus Pierogis –una especie de raviolis contundentes rellenos de carne, queso o verdura-, de sus infinitas variedades de cervezas –desde una con miel a otra de tonos ámbar, todas las que probé deliciosas-, vodka –el Zubrowska, dicen ellos, el mejor- y, por supuesto, los bares de leche, lugares de reminiscencias soviéticas en los que se pueden comer unas sopas suculentas y unos platos muy completos de carne a precios ridículos (por cinco euros al cambio sale uno muy saciado)… no todo el legado comunista iba a ser negativo para los hijos de Walesa.
