Viaje a Polonia (I): Varsovia

Varsovia tiene el mérito de ser la capital del Estado probablemente más castigado por la historia. Los polacos han tenido la enorme desgracia de vivir entre Prusia y Rusia –una circunstancia que también, por cierto, parece marcar su carácter (especialmente el de sus simpáticas mesoneras)-. Desde que crearan la leyenda del nacimiento de la ciudad por dos mellizos –en eso no fueron nada creativos: Wars y Sawa– sus habitantes se las han tenido tiesas con suecos, rusos, austriacos y alemanes. El único país con el que no tuvieron pleitos ha sido con Francia, entre otras cosas porque Napoleón les devolvió durante unos años la independencia que los zaristas les robaron creando un Gran Ducado títere. De esa cercanía, la filiación de tal vez los dos polacos más reconocidos por la historia: Fryderyk Franciszek Chopin y Maria Salomea Skłodowska-Curie. Ambos comprometidos patriotas oriundos de Varsovia. En el obituario de Chopin que se publicó en la prensa se le definía como “miembro de la familia de Varsovia por nacionalidad, polaco por corazón y ciudadano del mundo por su talento, que hoy se ha ido de la tierra”. Otro Nobel con raíces polacas, Czeslaw Milosz, también terminó exiliándose en Francia después de haber ayudado al país que había odiado durante su infancia lituana. Milosz fue el que escribió en su Otra Europa que “la historia, si no podemos animarla con elementos que nos sean personales y la realcen a nuestros ojos, será siempre más o menos abstracta”. Y los polacos han visto pasar la historia por encima de muchos de sus cadáveres.

 

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Plaza del Mercado de Varsovia

 

 

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Prisión de Pawiak

 

Pero esa resistencia a su suerte, protegida por un idioma indescifrable, les dio fuerza a los varsovianos para levantarse en el 45 de su peor plaga: el nazismo. Hitler, que odiaba profundamente que los polacos no fueran a su juicio tan organizados como los alemanes, decidió el 11 de octubre del 44 asolar Varsovia, una de las pocas ciudades que se levantaron contra su tiranía –y que fue traicionada en ese momento supremo por otro hijo de puta de la historia como Stalin– para convertirla en un gran lago. No hay muchas urbes que puedan presumir –si es que se puede presumir de eso- de tener un día fechado para su aniquilación (y muchas menos las que pueden presumir de haberse recuperado).

Pues bien, después de que con eficiencia germana las salvajes unidades Rona ucranianas de la Wehrmacht y las SS cumplieran con eficacia su cometido apenas quedaban en las ruinas de la ciudad unas 1.300 personas de las cerca de un millón que vivían antes del 39. El 85 por ciento de las construcciones de la ciudad estaban arrasadas.

 

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Por ahí iba el muro de Ghetto de Varsovia

 

Y, sin embargo, 71 años después Varsovia es una ciudad viva y de esas cenizas se ha reconstruido –tirando de cuadros de Canaletto– la plaza del Mercado –Rynek Starego Miasta-, la Barbacana, los palacios del Parque Lazienkowski y la comercial calle Nowy Swat. Aunque si alguien quiere conocer de verdad la auténtica razón de ser de Varsovia debe visitar el Museo del Alzamiento, pasear por las calles del antiguo Ghetto por donde vagó El Pianista Szpilman cuya historia contó con pasión Polanski (quien, por cierto, también sobrevivió al Holocausto en Polonia) o adentrarse en la prisión de Pawiak, donde miles esperaron su fatal destino con resignación.

Lo más curioso de esta ciudad, algo que refuerza su singularidad, es que su edificio más conocido y que marca su perfil urbano sea uno que odien. El Palacio de la Cultura y la Técnica –antaño Palacio Stalin- es una mastodóntica obra al estilo de las Sietes Hermanas de Moscú que se construyó en tres años -52 al 55- y que, en pleno centro moderno de la ciudad, obliga a los varsovianos a recordar la traición que les dejó en el lado oscuro del telón de acero durante 44 años. El edificio, ahora recinto de varios museos, eso sí, hipnotiza al turista neutral.

 

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El majestuoso Palacio de la Cultura y la Técnica

 

Un comentario sobre “Viaje a Polonia (I): Varsovia

  1. Una ciudad con una historia estremecedora. Debía ser acojonante para un polaco de la época contemplar cómo los nazis arrasaban su ciudad mientras podía a la vez mirar por el rabillo del ojo al Ejército Rojo acampado al otro lado del Vístula esperando a que los alemanes hicieran el trabajo sucio.

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