Nunca había ido a Albacete. De hecho, ni era capaz de imaginármela. No había visto el Amanece que no es poco, los Chanantes aún estaban en el instituto y de La Mancha apenas sabía los tópicos que me habían enseñado en el colegio gracias a El Quijote. Pero en los noventa –y durante un lustro- me hice del Albacete.
No recuerdo el día exactamente en el que me enganché, pero fue durante la temporada 91-92. En un papel dibujé los escudos del Real Burgos y del Albacete Balompié junto con sus respectivas alineaciones tipo y rotulé en grande la posición que ocupaban en Liga. Fueron los equipos revelación en ese campeonato, uno el séptimo y otro el noveno. Un poco mejor el Albacete, pero no fue por eso por lo que me decidí por él, sino por Zalazar.
José Luis Zalazar nace en Uruguay en el 63. Empieza a pegar patadas en su barrio hasta que a los trece años le ve un ojeador de Peñarol, que lo ficha para que a los dieciséis debute con el primer equipo. Contó que para que su padre, que le llevaba y traía siempre del campo, le diera un beso después de los partidos tenía que jugar especialmente bien. Esa exigencia y que se curtiera con jugadores como Morena, Rubén Paz o Alves le permiten llegar, con apenas 23 años, a un Mundial. El 8 de junio del 86 en el Neza 86 de Nezahualcóyotl salta al campo en el minuto 57 del Uruguay-Dinamarca, coincidiendo sobre el verde con peloteros como Francescoli, Laudrup, Elkjaer Larsen o Morten Olsen. El 6-1 final, por cierto, supuso la peor derrota de la selección charrúa en un campeonato internacional.
Tras el Mundial se queda en México, porque Peñarol le traspasa a los Tecos de la Universidad Autónoma de Guadalajara, donde despunta como goleador –aún no he aclarado que Zalazar es un clásico diez sudamericano con una diestra extraordinaria– y anota el que él asume como mejor tanto de su carrera después de regatear a seis rivales. Coló 28 esa temporada.
Avalado como el mejor jugador del torneo mexicano, es reclamado por su compatriota Víctor Esparrago para jugar en el Cádiz en la 87-88. Fue, probablemente, el mejor Cádiz de la historia. Sin duda el más mítico. Coincidieron en ese equipo Jaro, Juan José, Carmelo, Cortijo y un tridente americano impresionante: Zalazar, Mágico González y Cabrera. El dinero –450.000 dólares que el Cádiz no puede pagar- le devuelve a México.
Dos años más tarde, en una gira de su equipo por Europa el Espanyol se fija en él. El club de Sarriá acaba de bajar a Segunda y mantiene un equipazo (N’Kono, Archibald, Gabino, Orejuela…) para subir sin más dilación. Aunque Benito Joanet le hace titular, Zalazar no encuentra su mejor juego y en invierno de ese año el presidente Julio Pardo decide darle la baja.

En ese momento el Albacete entra en su vida. Pepe Carcelen, entonces secretario técnico del club manchego, le tienta. El Alba acaba de subir a Segunda A con el joven entrenador Benito Floro. A Zalazar le cuesta imaginarse en un equipo aparentemente modesto y del que prácticamente no conoce nada. Firma por un año para quedarse finalmente cinco seguidos. “La mejor decisión que tomé en mi vida”, confesó al canal AlbaceteTeVe.
Los aficionados del Belmonte se aprendieron de carrerilla la alineación del diplomado en magisterio asturiano Benito Floro. El costarricense Conejo en la portería –ojo: segundo mejor guardameta del Mundial del 90 según France Football-; defensa con Juárez, Coco, Quique y Catali; centro del campo con Parada de escolta de Zalazar y Menéndez y Manolo en los flancos y arriba Corbalán y Antonio. El cuajo del Queso Mecánico.
Dos goles de Zalazar al descendido Salamanca el 9 de junio del 91 (el Salamanca siempre ha marcado para bien y para mal la historia del Alba como veremos) en la última jornada corroboraron la gesta. El primer club manchego en la élite. El entonces presidente de la Junta castellano-manchega, un jovencísimo José Bono le contó a TVE: “se me han saltado las lágrimas, hoy toda la comunidad se siente más orgullosa gracias al Albacete Balompié”.
A Candel, presidente y arquitecto del éxito, le preguntaron qué iba a ser del futuro del club en Primera: “no hay jugadores transferibles, pero el menos transferible es el técnico”. Zalazar, con quince goles en su saco y una fama ya contrastada por su temible diestra renueva por dos temporadas, a pesar de tener ofertas con el Logroñés y de un club de la liga francesa por cantidades mucho más elevadas. Prefiere quedarse en el club en el que se siente feliz antes que hacerle caso a su representante Paco Casal, con el que rompe su vínculo.

En Primera ni Zalazar ni el Alba desentonan. La camiseta blanca jalonada con las siglas CCM en el pecho –por la Caja maldita- deslumbra. A los que ya había se les suman Delfí Geli, el diablo Marco Antonio Etxeverry, el Toro Aquino o Ismael Urzaiz. Después de un comienzo dubitativo, una serie de quince partidos sin perder le permiten terminar el campeonato como un aspirante a UEFA toda vez que en la jornada 25º es cuarto. El Euroalba con el que soñábamos muchos. Porque yo ya entonces me sentía del Albacete Balompié. Escuchaba sus partidos por la radio y con cada gol me pegaba una carrera por mi casa como si me poseyera el diablo. Advertido por el narrador, me citaba después con la tele para disfrutar en Estudio Estadio de los mejores momentos del que se había convertido en mi equipo.
Y el que más alegrías me daba era José Luis Zalazar, que parecía que galopaba mirando al suelo pero cuando levantaba la cabeza la ponía donde quería. Que transformaba toda su efusividad aparentemente perdida en furia incontenible en cada tiro libre. Mis padres me compraron la camiseta del Albacete y un concejal amigo de mi familia, Alfonso Igualada, me llegó a traer desde la ciudad Manchega –mi bizarro Nirvana futbolístico– un banderín firmado por todos sus jugadores que aún conservo como oro en paño.
Durante el lustro siguiente aprendí a gozar y sufrir en el fútbol. Y a valorar más las pequeñas alegrías. Y veía en Zalazar el jugador que siempre querría ser y que nunca sería. Incluso veía en su aspecto atezado y su pelo cortado a lo cepillo un ejemplo a seguir –ambas cosas, por genética, no me resultaban complicadas, había quien decía que nos dábamos un aire-.
Zalazar marcó momentos impresionantes durante aquel lustro. Como el celebrado gol desde el centro del campo al portero del Atlético Diego. O aquella asistencia desde el saque de esquina que empalmó Óscar García Junyent frente al Real Madrid (y que, de paso, permitió en parte la venganza de Floro). Casi siempre era el mejor, aunque a su lado estuvieran peloteros como Rommel Fernández, Morientes, Bjeliça o Dertycia.
Fui a ver un único partido a Albacete durante aquellos tiempos. Una lamentable actuación ante el Deportivo (el marcador fue 2-8) de un portero sobrevaloradísimo como Molina nos condenó a jugar una promoción ante el Salamanca que, sorprendentemente, encarrilamos bien en el Helmántico (0-2 y uno de ellos de Zalazar). Así que me las compuse para apuntarme a la fiesta que se debía vivir en el Belmonte. Asientos de primera, en Tribuna baja, delante de la mampara de cristal que nos separaba del campo. Estadio lleno y un Albacete desastroso del que únicamente se salvaba, claro, Zalazar. A pesar de todo el marcador nos sonreía al final. El pírrico 0-1 (con otra cantada de Molina en la salida) hacía que todo el campo clamara “Alba, Alba”. Mi experiencia sufrida iba a ser feliz.
Sin embargo, Brito Arceo prolongó el tiempo justo para que Sito lanzara en largo, Urzaiz se elevara como movido por un resorte por encima de toda la defensa y de un Molina –nuevamente- vencido, marcara de cabeza y corriera para celebrarlo justo al lugar donde yo me encontraba. Creo que golpeé con furia la mampara, aunque he querido olvidarlo.
La prórroga de ese encuentro se saldó con tres goles más en el cuerpo. El Salamanca, Floro y Urzaiz. Nombres de ida y vuelta. Aquel día se pudrió el Queso Mecánico. Luego, por la mala cabeza del Celta y del Sevilla, el Albacete no bajó, pero ya nada sería igual.
Lo único que no cambiaría sería mi aprecio por Zalazar. Un futbolista que luego se vistió del Racing, del Nacional y de Bella Vista antes de regresar efímeramente a Albacete en 1998. Pero ni aquel jugador era ya el Oso con un cañón por diestra ni aquel Albacete se parecía al de Floro.
El Albacete disfrutaría de la Primera dos temporadas más en la primera década de este siglo y Zalazar volvería a vestirse de corto en el Quintanar, a petición de Catali. “Nunca había jugado en un campo de tierra e iba a entrenar con alegría”. Tenía 37 años, pero casi lidera un ascenso a Segunda B.
Entonces ya hacía tiempo que yo seguía más a Zalazar que al Albacete. Bastante tenía con preocuparme del equipo de mi ciudad, pero como los ídolos nunca caen sin un buen motivo –y ninguno tuve para dejar de idolatrar a Zalazar-, si algún día pudiera elegir qué futbolista me gustaría haber sido, siempre habría dicho el nombre del uruguayo. El hombre que a los catorce años me hizo seguir al club de una ciudad que casi ni podía colocar en el mapa.
Fuentes:
http://www.5maseldescuento.es/2012/02/conociendo-a-jose-luis-zalazar/
http://blogs.20minutos.es/quefuede/2009/02/24/quao-fue-de-zalazar/
http://www.desmarcados.com/2010/04/el-queso-mecanico-de-benito-floro-albacete-balompie-1991-1992/
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