“Imagina un jugador que debuta en Primera en tu club, juega prácticamente veinte años y sólo lo hace para tu club y para la selección de tu país, quedando como uno de los mejores de la historia. ¿Te gustaría que vistiera la camiseta de tu equipo? A la gente a la que uno le debe mucho sólo se le puede dar las gracias”.
Eduardo Sacheri, que es hincha confeso de Independiente, definió así a Ricardo Enrique Bochini, probablemente el mejor jugador que vistiera la camiseta roja del equipo de Avellaneda y uno de esos ‘diez’ brillantes que ha regalado Argentina a este espectáculo.
Como cuenta Sacheri, Bochini (que nació en el 54) nunca salió de Independiente aunque de pequeño fue hincha de San Lorenzo mientras se fogueaba en el equipo de su ciudad, el Belgrano de Zárate. De hecho, incluso trató de concertar una prueba para El Ciclón con quince años, pero un puñado de empleados negligentes no quisieron ni verle jugar. En Boca también probó fortuna cinco años después, pero le dijeron que era “muy flaquito” según su propio testimonio. Mientras, para ganarse la vida se dedicaba a limpiar los cristales y los baños de una tienda de lana en su ciudad.
Finalmente, encontró su oportunidad en Independiente, pero Avellaneda quedaba muy lejos de Zárate, así que cada día tenía que hacer cinco horas de viaje en autobús, tren y metro para poder entrenar. Tanto gastaba en transporte que apenas le quedaba para comer, así que se tenía que alimentarse con bocadillos aceitosos que, según confesó “le caían bastante pesados”.
En Zárate le llaman Richard, pero en Avellaneda le cambian el apodo. Allí se convierte en Bocha, pero ni cuando por fin se muda a Buenos Aires deja de trabajar. Cuando no entrenaba, planchaba cueros.
Por fin debuta en 1972 con el primer equipo y deslumbra. No es rápido, pero no le hace falta. Parece desgarbado, aunque en realidad su trotar sienta rivales. Pero, sobre todo, lo que más destaca es su visión de juego. Aún hoy en Argentina se conocen como pases bochinescos los que sirven para dejar a un atacante en un mano a mano delante del portero. En eso aún nadie, dicen, le ha superado (tal vez Xavi o Iniesta, siendo un poco chovinistas).
Pero Bochini tenía una pena. A pesar de que con Independiente marcó una época y lo ganó todo (ojo: cuatro campeonatos domésticos, cinco Libertadores y dos Intercontinentales), con la albiceleste no había conseguido nada. En vísperas del Mundial del 78, Menotti le convoca en una gira por la URSS y Polonia, pero una serie de lesiones y la presión de la prensa terminan dejándole fuera del equipazo que lideró Kempes y que ganó el Mundial en su casa. En 1982 fue una inoportuna lesión en su tobillo la que le impidió acudir a la cita de Naranjito.
Así que en 1986 nadie esperaba que Bochini pudiera estrenarse en un gran torneo con su selección. Ya tenía 32 años y, de hecho, en su club –donde naturalmente era un ídolo- tenía permiso para ausentarse de varios entrenamientos semanales para “descansar mejor”. Pero Bochini contaba con un gran aliado: Maradona.
El Pelusa, a quien le han atribuido muchos ídolos, admiraba profundamente a El Bocha. Bilardo, el técnico, no contaba con Bochini en un principio, y se lo hizo saber, pero a última hora la presión popular, la de Maradona, la de Grondona y la de la prensa –que ya sí terminó rendida a su juego– le sumaron al elenco que sería nuevamente campeón del Mundo en México.
Llegados al campeonato Bilardo, no obstante, no confía en él. Le ve viejo y prefiere que compitan otros como Burruchaga, Tapia o Giusti. Bochini no juega nada…hasta que llegan las semifinales.
Argentina, con dos tantos de Maradona, está derrotando a Bélgica con claridad. Apenas quedan seis minutos de encuentro y Bilardo no ha hecho ningún cambio. Entonces, el técnico lo ve claro. Llama a Bochini, que va a debutar en un Mundial con 32 años y en una semifinal. No juega con el diez sino con el tres. Ya está calvo –en realidad lo estaba desde los 25-, pero ni los comentaristas de televisión ni sus compañeros sienten sorpresa sino admiración. En ese tramo final de partido a todos les parece insustancial el hecho de que estén jugando el penúltimo partido de un Mundial. Maradona, que es el mejor, pide el balón una y otra vez. No para sí, sino para Bocha. El diez le había dicho al diez camuflado de tres: ‘Dibuje, maestro’. Son cinco minutos en los que apenas pudo tocar tres balones, siempre en paredes con Maradona. Cinco minutos que le hicieron ser campeón del Mundo de pleno derecho, por mucho que durante tiempo –acostumbrado como estaba a ser importante y no suplente- Bochini dijera que no se sentía tan campeón como otros.
Bocha fue (es) un ídolo de los de antes que tuvo su justo reconocimiento. Alguien que piensa –y así se lo dijo a El Gráfico en una entrevista en 2009– que “para ser ídolo tener que ganar cosas, jugar bien, darle algo a la gente, no puede ser que porque andás bien en tres partidos ya digan que sos ídolo. A mí la gente me quiso de entrada porque le gustaba el fútbol que yo jugaba, en la tercera me pedían para la primera, pero después tuve que revalidarlo con fútbol y títulos. Hoy se usa por cualquier cosa, pero ídolo es cuando la gente va por vos a la cancha”. Y nada más. Por algo Sacheri le dio las gracias.