Viaje a Irlanda (III): Malahide, Howth, Sandycove y Dublín

“Las brisas que corren sobre los mares de Irlanda, cuando soplan, viene perfumadas de brezo”

De “The Galway Bay”, de Arthur Colahan

Nos pusimos en planta el jueves 28 a las seis de la mañana y sin tener decidido en qué tren subirnos. Si optábamos por conocer Galway o Cork debíamos dirigirnos a la Estación de Heuston, que estaba a unos cuatro kilómetros del Hotel. Si a la incomodidad de llegar -y volver- sumábamos las más de dos horas y media de trayecto estimado y lo bien que nos habíamos sentido paseando por Dublín la ecuación nos motivaba a cambiar de destino. Lole había apuntado la opción de conocer Malahide y Howth, dos localidades con supuesto encanto en las afueras de la capital. Yo tenía muchas ganas de visitar el Sandycove de Joyce. Ya teníamos hoja de ruta.

En la Estación Connolly, aprovechando la media hora que teníamos de margen hasta que saliera el tren a Malahide, me compré el Irish Times. Es un tabloide en toda regla con sus dimensiones grotescas, pero que tiene un precio (2,50 euros) tan desproporcionado como su tamaño para su grosor y magros contenidos. Su rápida lectura me resultó decepcionante.

El sistema DART de ferrocarriles es un cercanías fiable y económico y poco después de las ocho ya estábamos en Malahide. En nuestra estación se bajó un joven de unos veinte años que caminaba como en otra dimensión buscándose algo en los bolsillos del pantalón hasta casi doblarse por completo. Para él podría ser demasiado temprano o demasiado tarde. Sobre todo si su noche había terminado, especulemos, en algún garito de Temple Bar.

El pueblo de Malahide debe ser hermoso en verano. En una mañana de primavera y con todos sus establecimientos cerrados no me pareció nada interesante. Al lado de la estación se encuentra la modesta Iglesia de San Silvestre con una pila de agua bendita en su puerta que es un bidón. La Main Street estaba desierta y el urbanismo de su Marina -en la que también hay un Casino- me resultó de lo más convencional por no decir vulgar. Uno de los reclamos turísticos de Malahide son sus casas pintadas. En la foto que vimos salían cinco. Pero es que únicamente existen esas cinco en todo el pueblo.

Pero sí merece la pena Malahide por el viejo Castillo de los Talbot. En 1171 el rey inglés Enrique II entró por la fuerza en Dublín ante la desunión de los reyezuelos y jerarcas de la isla. Hasta el Papa Alejandro III le felicitó por su conquista un año después. Uno de los caballeros que le acompañó en su aventura fue Richard Talbot, quien recibió por sus servicios guerreros como recompensa las tierras y el puerto de Malahide. Desde 1185 hasta 1976 la familia Talbot ha poseído este impresionante complejo con la salvedad de una década en la que su titularidad recayó en un tal Miles Corbet, que fue uno de los compinches de Oliver Cromwell. Corbet acabó después ahorcado cuando la gloria de Cromwell se fue y el Castillo retornó a sus titulares primigenios.

Como esa fortaleza-residencia era hogar de guerreros no debe extrañar que una mañana de 1690  catorce miembros de la familia Talbot se sentaran juntos a desayunar en su Gran Salón y por la noche todos estuvieran muertos como consecuencia de la terrible Batalla del Boyne. En 1918 y 1919 y el marco de la Guerra Mundial, el recinto se convirtió en base de amarre para dirigibles primero y luego se planeó edificar en los fastuosos jardines un aeródromo, pero se desestimó.

En 1920 se encontraron en el Castillo de Malahide los documentos privados de James Boswell, quien escribió la que los entendidos consideran mejor biografía nunca redactada en idioma inglés, la de su amigo también escritor Samuel Johnson. Entre los textos descubiertos y enviados a la Universidad de Yale hay algunos especialmente íntimos como una carta de 1767 a William Johnson Temple en la que detallaba: «Me emborraché bastante, fui a una casa de obscenidades y pasé una noche entera en los brazos de una puta. Ella, en verdad, era una muchacha excelente y de espíritu fuerte. una puta digna de Boswell si Boswell debe tener una puta”. Otro fue un texto sobre una actriz llamada Louisa: “cinco veces estuve bastante perdido en un éxtasis supremo. Louisa me quería muchísimo; declaró que yo era un prodigio y me preguntó si esto no es extraordinario para la naturaleza humana”. En aquella época no hacía falta Tinder.

En 1975 Rose Talbot cedió el castillo al Estado Irlandés y ahora se puede pasear gratis por la Abadía que también albergó un cementerio y hollar un paraje muy bucólico entre pavos reales y ardillas. Es un precioso recorrido que hace que valga la pena acercarse hasta Malahide. En el camino de salida, además, contemplamos un campo de rugby entre cuyos palos justo se enmarcaba la silueta de la modesta Iglesia de San Silvestre. Todo, desde la distancia temporal o física, adquiere sentido. También esta localidad cuyo recuerdo ahora, días después de visitarla, me hace sonreír.

Tras visitar una librería y tomarnos un caro café, abandonamos Malahide rumbo a Howth. En el trayecto descubrí que hay una zona de Dublín llamada Cabra. Si algún egabrense cordobés le pido que cierre los ojos durante unos segundos. El origen de la “Cabra” dublinesa procede del gaélico “An Chabrach” (“Tierra pobre”).

Howth huele a salitre. Nada queda del terror que debieron imponer los vikingos que le dieron su nombre en el siglo VIII –“Hǫfuð («cabeza o promontorio» en inglés)”-. También fueron los nórdicos quienes bautizaron la conocida como “Isla de Irlanda”, que está justo enfrente de Howth. La originaria “Inish Eria” pasó a ser la “Eria’s Oy”. Con el tiempo, este se convirtió en el Ojo de Eria y luego un cartógrafo del siglo XVI la escribió incorrectamente como » Erin’s Eye “, el actual » Ireland’s Eye «. Se pueden contratar paseos en barco por esa bahía y ver la Isla despoblada de humanos y repleta de otros seres vivos por veinte euros. Nosotros preferimos verla desde la distancia y atiborrarnos de una inesperada dosis de vitamina solar.

Con el cargador lleno, emprendimos el comienzo de una de las múltiples rutas de trekking que suponen otro de los atractivos turísticos de la ciudad, pero nunca pulsión urbana nos hizo detenernos en cuanto vimos la Iglesia de la Asunción. Había leído que en la torre Martello de la ciudad había un museo de radios antiguas llamado “Ye Olde Hurdy-Gurdy”. Con ese nombre, obvio, necesitaba intentar visitarlo. Pero vamos por partes. Yo pensaba que la única torre Martello era la famosa de Sandycove, pero en este viaje descubrí que lo de “Martello” es un nombre genérico que se le da a un tipo de construcciones defensivas inspiradas en las de una localidad genovesa llamada “Capo delle Mortelle”. Las que se construyeron alrededor de Dublín estaban pensadas en previsión de un ataque de las huestes de Napoleón. Por desgracia, el Museo de Hurdy-Gurdy estaba cerrado provisionalmente, pero al menos las vistas desde su atalaya eran preciosas. He descubierto a posteriori que esa singular colección de aparatos fue creada en 2003 por el amante de la radio Pat Herbert. Si algún amable lector de estas líneas puede visitarla, ruego le presente mis respetos y me remita una foto de su interior.

El otro punto de interés que encontramos en nuestra visita exprés fue la preciosa abadía en ruinas de Saint Mary con su correspondiente cementerio. El rey vikingo Sigtrygg se dio cuenta en 1042 del hermoso escenario que se podía contemplar desde el promontorio que ocupa hoy esa abadía y decidió construir ahí una iglesia. Tras múltiples modificaciones, hoy el recinto sirve para que descansen en paz los vecinos que deciden enterrarse con vistas a la Bahía. La muerte iguala al decimotercer barón de Howth, Cristopher Saint Lawrence y su esposa Anna Plunkett con un señor llamado Ben Cuthbert que pidió ser enterrado con el escudo de su club favorito -el Liverpool FC- en la lápida. Bueno, la Parca les iguala regular, porque el retrato en mármol de los aristócratas se encuentra en una zona a la que no se puede acceder al estar separada por una puerta con candado. Nos lo tuvimos que imaginar.

Tras una rápida escala en un prescindible mercado de artesanía que se encuentra enfrente de la estación, dejamos la bella Howth y salimos rumbo a Sandycove. El tren se detuvo en la parada de Lansdowne Road, la casa del fútbol irlandés a la que ahora llaman con un nombre comercial que no me da la gana escribir. A “nuestro” fútbol aquí lo llaman soccer para diferenciarlo del que consideran suyo. Hablaré de ese matiz en el último episodio de este viaje.

A Sandycove la puso en el mapa un hombre que nunca existió por algo que sí sucedió. Entre las robustas paredes de su Torre Martello vivió durante una semana James Joyce. Era normal que, una vez que dejaban de ser fortalezas militares, las Martello acabaran siendo alquiladas. La de Sandycove la ocupó por ocho libras anuales el también escritor bohemio Oliver Saint John Gogarty en 1904, que era hijo de un médico rico de Dublín. Gogarty invitó a alojarse en su choza a Joyce y también a Samuel Chanevix Trench. Los tres se dedicaron a beber y a vivir -más a lo primero que a lo segundo-. En una de esas trasegadas, el 15 de septiembre de 1904, Trench tuvo una pesadilla y creyó ver una pantera en el techo de la sala. Y, lo más normal del mundo, tomó un revólver y se dedicó a disparar al animal que únicamente paseaba por su embriagada mente. Gogarty, a quien también debemos suponer que iba bastante fino, le siguió la corriente y se puso a disparar como un loco por todo la sala. Las balas debieron silbar por encima de la cabeza del pobre Joyce, a quien la tajada se le disiparía en el acto. Fue la sexta y última noche de Joyce en la Torre Martello. El autor salió corriendo del lugar dejando hasta su ropa en un baúl que debió luego recoger el amigo común James Starkey. Joyce le escribió una carta reclamando sus pertenencias “si no se las ha robado Gogarty”. El comienzo del monumental “Ulises” fue la venganza en frío de Joyce. Gogarty se convierte en un gordo llamado Buck Mulligan y Trench en el pedante Haines.

En el primer capítulo del Ulises, titulado “Telémaco”, se cuenta el episodio de este modo: “Solemne, el rollizo Buck Mulligan avanzó desde la salida de la escalera, llevando un cuenco de espuma de jabón, y encima, cruzados, un espejo y una navaja. La suave brisa de la mañana le sostenía levemente en alto, detrás de él, la bata amarilla, desceñida. Elevó en el aire el cuenco y entonó: -Introibo ad altare Dei”. Pronunciar esa frase en el lugar donde la ubica Joyce se ha convertido en una suerte de liturgia para quienes acuden cada Bloomsday (16 de junio, que es cuando tiene lugar la trama del Ulises) a la Torre Martello de Sandycove.

Nosotros no sufrimos colas, aunque había bastante gente paseando junto al mar aprovechando el magnífico tiempo. El acceso a la Torre-Museo de Joyce es gratuito, pero da reparo no dejar un euro ante la amabilidad de los voluntarios que lo regentan y lo mágico del ambiente. A nosotros nos contó la historia Mike quien, como casi todos los irlandeses con los que hablamos, había pasado temporadas disfrutando de España. Le reconocí que no me había leído entero el “Ulises”, pero que sentía mucha curiosidad por la figura de su autor y me contó en su titilante inglés isleño la historia que ya conocía. El Museo permite ver una carta original de Joyce a Gogarty, otra de Joyce a su amada Nora Barnacle escrita desde la propia Torre Martello durante su breve estancia y hasta un disco grabado en 1929 por el genial escritor en el que lee un pasaje del críptico “Finnegan´s Wake”.

La sala en la que el tiroteo sucedió está muy ambientada como si todavía oliera a pólvora. Resulta difícil imaginar que tres adultos pudieran pasar una semana en tan escaso espacio salvo que le pegaran -como así atestigua Anthony Burguess al referirse a Joyce en su “Poderes terrenales”- a la absenta con kummel en lugar de agua”. Joyce, que tenía un terrible miedo a la ceguera y la oscuridad, acabó con problemas en la vista y luciendo un parche en uno de sus ojos precisamente, se cree, por los problemas derivados de la gran cantidad de alcohol que ingirió en su vida. No admitir la grandeza de Joyce es negar la razón a sabios como Vila-Matas, Antonio Soler o Marcos Giralt Torrent. Y a mi padre, que también lo es.

Las vistas de la costa color “verdemoco” -Joyce dixit- desde lo alto de la Martello son preciosas. Mejor debe ser incluso darse un chapuzón en la “Fourty foot pool” que está a sus pies. Lo estaban haciendo muchos locales aprovechando el sol y yo lo hubiera hecho también de haber tenido bañador. Al menos me descalcé y sentí el mar en mis pies y luego tomé una concha que me traje de recuerdo de aquel enclave. Entre los muchos bañistas sobresalía uno ataviado con un batín, sombrero con orejeras a lo Ignatius J. Reilly y gafas de sol rollo motown. No miraba con cara de buenas migas y Lole apuntó, yo no lo pude apreciar, que tenía todas sus pertenencias guardadas en el vehículo que tenía aparcado a su lado.

Llegó la hora de comer. Si de todo lo escrito debe quedar algo claro es mi firme recomendación de almorzar en el “The Fish Shack” del paseo marítimo de Sandycove. Mejillones con salsa de chorizo, tacos con merluza rebozada, fish and chips… Todo espectacular y a buen precio. Todo regado por una American IPA llamada “Foxes Rock” que estaba también a la altura. Ni me pagan comisión ni me invitaron a almorzar.

Con el alma y el estómago felices, dejamos Sandycove y regresamos a Dublín en torno a las cinco de la tarde para rematar el día. En dos de las guías de la ciudad recomendaban la colección Chester Beatty. La única galería dublinesa premiada que en su momento fue Museo Europeo del año (2002). Chester Beatty fue un norteamericano que tras trabajar como ingeniero de minas para la Compañía Guggenheim decidió montárselo por su cuenta hasta hacerse rico con la minería. Se dedicó a coleccionar joyas del mundo hasta su muerte en 1968. Se mudó a Dublín por motivos impositivos y, como gratitud a Irlanda, a su muerte cedió sus bienes para ser expuestos al Estado que le acogió. El museo es, sin duda, una maravilla. Tiene objetos valiosos de todas las culturas y épocas. Arte islámico, budista, armenio, persa…Hasta evangelios en papiro del siglo III y proverbios sumerios en caracteres cuneiformes grabados sobre pequeñas tabletas. Otro lugar al que se debe ir en Dublín.

El resto de la tarde hasta la caída de sol la dedicamos a pasear por Grafton Street, a ver impresionantes pubs como “The Bank” en College Green o a descubrir curiosidades como el Cementerio Hugonote de 1693 que sobresale en mitad de una calle repleta de oficinas y edificios ministeriales. Esos francés que salieron huyendo de la persecución religiosa encontraron acomodo en Irlanda y muchos medraron hasta convertirse en figuras relevantes en el país.

Pasamos por el Hotel Shelbourne, el más bonito y lujoso de Dublín. Fue fundado en 1824 y tiene dos preciosas princesas nubias y sus respectivas esclavas decorando su exterior hechas estatuas. En ese lugar trabajó Alois Hitler, hermano del pérfido dictador, en 1900 mientras vivía en la ciudad y durante el Alzamiento de Pascua del 16 las tropas inglesas lo tomaron para organizar la reconquista de la ciudad. La Constitución de la primera Irlanda independiente se redactó en la habitación 112 del hotel, en una habitación que ahora, con lógica, se llama “Habitación de la Constitución”. Si alguien desea cenar en “The Saddle Room”, el restaurante del Shelbourne, puede invertir 135 euros en un Chateaubriand de ternera de Kells. Eso sí, da para dos personas (y no porque nosotros lo probásemos, sino por lo que ponía la carta).

Pasamos luego por la estatua que Dublín dedica a Luke Kelly, quien formara parte de “The Dubliners” y su música sea muy querida por los irlandeses por servir de eco a las luchas sociales y también nacionales de su país. Kelly falleció de un tumor cerebral con apenas 43 años y hoy hasta un puente sobre el río Tolka lleva su nombre.

Rematamos nuestra penúltima noche en Irlanda brindando en el Brazen Head, el pub más antiguo de la ciudad.  En el lugar donde ahora se mezclan curiosos con locales existía una  posada desde 1198. El edificio actual fue construido en 1754 como posada, pero The Brazen Head aparece en documentos que se remontan a 1653. De hecho, en la página web del local se detalla que un anuncio de la década de 1750 dice: «Christopher Quinn de The Brazen Head en Bridge Street ha equipado dicha casa con habitaciones limpias y sótanos espaciosos para dicho negocio«. Sea o no el más veterano, el lugar tiene muchísimo encanto y parece más un museo que un lugar de restauración. Es un tanto caótico y resulta difícil encontrar mesa. Nos colocamos en la barra y nos pedimos una Guinness bien servida. Me compré un llavero por tres euros y el camarero, con sorna, me preguntó si únicamente quería uno. Creo que estaba bien pagado.

Tras otra IPA en un local más convencional y una excelente pizza en el italiano que teníamos al lado del Croke Park –“Wallace`s Asti”– nos fuimos a dormir. Fue el día que más caminamos. 41.847 pasos que según mi móvil equivalieron a 27,89 kilómetros. El cielo de los turistas extremos debe ser una gran línea recta sin final que te lleve a dar la vuelta al mundo. Y un suministro de por vida de compeed ampollas.

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