Viaje a Irlanda (II): Dublín

“¡Libertad! La palabra llevaba enardeciendo a todo el país durante cuatrocientos años. Los irlandeses habían ganado contiendas para todos menos para sí mismos”

Del “Mala Pinta”, de Spike Milligan

Dormir es un lujo intolerable en días de turismo extremo. Las sábanas de plomo de la 343 del The Croke Hotel no me impidieron levantarme, calzarme las zapatillas de deporte y salir corriendo a conocer el estadio del club más antiguo de Dublín. Es de mis actividades favoritas cuando estoy lejos de mi tierra y pienso seguir haciéndola mientras el cuerpo me aguante.

El Bohemians se fundó en 1890 y juega en Dalymount Park. Ha ganado once ligas y nueve copas de Irlanda, pero desde 2009 no levanta nada. Presume de club antifascista y de que en 1972 Pelé jugó en su campo en un amistoso entre el Santos y una selección de futbolistas dublineses. En sus paredes, grafitis con el rostro de la estrella brasileña, de quien fuera seleccionador irlandés Jack Charlton y también de un seguidor carismático apodado “Mono” y que falleció en un accidente de tráfico. Y, como en todo campo con sabor a fútbol, muchas pegatinas de seguidores de otros clubs en las cercanías de las taquillas. Por desgracia, no pude acceder al recinto ni tampoco visitar su tienda oficial, que estaba cerrada durante unas semanas. El mes que viene disputarán un partido contra una selección palestina para recaudar fondos para los afectados por la guerra. Un apunte más: para el Bohemian jugó Oliver Saint John Gogarty, quien fuera el Buck Mulligan del Ulises de Joyce. Historia más literatura es igual a Irlanda. Si en la ecuación entra el fútbol todo parece maravilloso.

Regresé al Hotel pasando por la imponente Iglesia católica de Saint Peter (en Irlanda no es baladí el apellido a cada iglesia y cada santo) y, tras comprar el desayuno en la Russell Bakery y devorarlo con fruición nos pusimos en marcha poco antes de las diez. Únicamente teníamos una obligación horaria: la visita a la experiencia del Libro de Kells a las once de la mañana.

De camino, pasamos por la estatua de Charles Parnell, que fue un terrateniente protestante que luchó por el autogobierno para los irlandeses a finales del XIX con un planteamiento político innovador y siempre conciliador. Su frase más conocida resume su ideal: “Es indudable que hasta que los prejuicios de la minoría protestante y unionista sean conciliados, Irlanda nunca podrá disfrutar de una libertad perfecta, Irlanda nunca podrá estar unida”. Había que tener mucha personalidad, por no apelar a los testículos, para articular esta reflexión en su época. A su entierro acudieron 200.000 personas que no se preguntaban su religión ni su creencia.

Alcanzamos después la calle O´Connell presidida por “The Spire” o “Monumento de la luz”. Es la escultura de acero más alta del mundo con sus 120 metros y ocupa desde 1999 el lugar de la que fue Columna de Nelson que fue destrozada en 1966 por una bomba del IRA. La cabeza de mármol de Nelson todavía se puede ver en el Archivo de la ciudad. En esa misma calle, que antes se llamó Sackville, se encuentra la Oficina Central de Correos. Es el edificio histórico más importante para los dublineses porque fue el epicentro de la revuelta de 1916. Apalabramos su visita para después y seguimos, porque el tiempo apremiaba.

Entramos luego en la librería Hodges Figgis en la que me retraté un par de páginas del Finnegan´s Wake al azar para, entre otras cosas, recordar su ininteligibilidad. Íbamos tan distraídos en nuestra primera toma de contacto real con Dublín que nos pasamos de frenada y llegamos hasta Saint Stephen´s Green, el precioso parque donde se encuentra el Museo de la Literatura irlandesa. Hay que agradecer a Sir Arthur Edward Guinness, el de la cerveza, el que el acceso a ese pulmón verde sea gratuito desde 1877. En sus tiempos costaba una guinea flanquear sus puertas. Guinness también financió el diseño y la construcción de los jardines y el estanque.

A marchas forzadas nos condujimos hasta el impresionante Trinity College para disfrutar de la experiencia del Libro de Kells. El acceso nos costó 25 euros por persona y lo reservamos con dos semanas de antelación por si las moscas. En mi primera visita a Dublín me quedé sin verlo y no quería asumir riesgos esta vez. El recorrido arranca explicando el alfabeto ogámico, que se empleó para representar los idiomas irlandés y picto en​ monumentos pétreos entre los años 400 y 600 d. C. Era, se cree, una manera de escribir cifrada para que fuera incomprensible a quienes conocían el alfabeto latino. De aquello parte, paradójicamente, el empeño de los monjes herederos de la tradición de San Patricio por esmerarse en las hermosas páginas de los Evangelios de Kells. El folio que contiene la palabra “Christi” -conocido como el Chi-Rho- es singularmente bello y, encima, tiene la curiosidad de contener al margen las inscripciones de los agotados escribanos del monasterio en las que se lee las muchas ganas que tenían de acabar la obra. Ser funcionario, aunque sea de Dios, es agotador. El ejemplar de incalculable valor material y sentimental, que fue entregado al Trinity College en 1661 para protegerlo de las huestes del felón Cromwell, lleva siendo expuesto al público desde el siglo XIX. La propia historia del libro es un cuento que combina tradición y leyenda.

En la sala que alberga el volumen se puede leer una frase de Borges: “Siempre he imaginado que el paraíso será una especie de librería”. El divino ciego seguro que ahora se encuentra en una similar a la “Long Room” del Trinity College. 65 metros con unos 200.000 volúmenes y unos cuantos bustos de pensadores y escritores ilustres de todos los tiempos. Me faltó Séneca atendiendo a que estaban Demóstenes y Cicerón (entre otros clásicos). Completan el escenario un par de toques patrióticos como el bando que leyó Pearse en el Alzamiento del 16 y la original arpa Brian Boru, que es la clásica que acompaña a todas las banderas y escudos irlandeses. El globo terráqueo que sirve de contraste es una imagen en tres dimensiones llamada Gaia y que está forjada a partir de imágenes de la Nasa. La experiencia del Libro de Kells se completa visitando un pabellón en el que te siguen con la mirada y te hablan efigies de escritores y luego se proyecta un vídeo muy vistoso con la historia del místico ejemplar.

Antes de almorzar le tocamos las tetas a Molly Malone, que era una hermosa muchacha que, a finales del XVIII, vendía moluscos en una esquina de Grafton Street de día y de noche ejercía la prostitución. Aparte de la estatua que le rinde homenaje, hay una canción compuesta por James Yorkston en 1880 que cuenta su historia y que se ha convertido en el himno oficioso de la ciudad. Su última estrofa dice: “Murió de fiebres y nadie pudo salvarla, y ése fue el fin de la dulce Molly Malone. Pero su fantasma sigue empujando su carreta por las calles anchas y estrecha, gritando: “Hay berberechos y mejillones vivos””. Sus pechos son brillantes por el manoseo y dicen, no es muy original, que quienes los tocan regresan a Dublín. En todo caso, yo también los toqué en 2008. Pasamos también por el George´s Street Arcade, donde comprobamos el arte que tienen los irlandeses con las tarjetas para regalos. Lamento no haberme comprado una con un dibujo de Bowie llevando una tarta que decía: “Rebel, rebel. Your cake is a mess”. No reparé en que me la podría haber regalado a mí mismo.

Volvimos a Saint Stephen´s Green para visitar el Museo de la Literatura Irlandesa. Le pregunté al responsable de las taquillas si nos servía de algo el carnet de prensa y nos digo que no, pero que desde ese momento debíamos ser estudiantes. No entendí de primeras la picardía, pero él insistió. Al final, nos acabó cobrando el precio reducido como si fuésemos colegiales. Es un detalle que me encantó y que no es sino un mero ejemplo del calor que transmiten los irlandeses a los visitantes. El Museo se centra, sobre todo, en la vida y obra de Joyce -de quien ya hablaremos en “su” Sandycove- y te permite tanto quedarte con citas de otros autores que te interesen como dejar tu propio poema en una de las paredes. Hay una valiosa carta de Joyce a Yeats en la que le explica las dificultades que tenía para editar su “Dublineses” y también un telegrama en el que se le anuncia al propio Yeats que le acababan de conceder el Nobel. El Museo es agradable, está bien explicado y se puede ver en una media hora.

Había reservado a las dos en el Davy Byrnes de Duke Street. Lo hice por mi padre y lo hice por mí. Mi padre es un verdadero devoto del “Ulises” de Joyce y estuvo en Dublín durante un Bloomsday, que es un día en el que todos los habitantes de la ciudad rinden homenaje al complejo libro que rinde homenaje a la “Vieja y sucia” urbe que enamoraba y exasperaba al simpar escritor. El día en concreto es el 16 de junio de 1904, que fue cuando Joyce tuvo su primer encuentro -se presupone que también sexual- con su amor de siempre y luego mujer Nora Barnacle. Esa fecha es en la que se desarrolla toda la retorcida trama del Ulises. Los dublineses y los visitantes, hayan o no leído al completo el libro, emulan los pasajes que relata su autor. Y en uno de ellos Leopold Bloom se detiene en el Davy Byrnes de Duke Street a tomarse un sándwich de gorgonzola y una copa de borgoña. El restaurante sigue en el mismo sitio y con un ambiente relativamente similar, aunque con detalles “joycescos” por todas partes. La combinación sándwich y copa de vino cuesta veinte euros. Está bastante bueno y además lo acompañan con unas uvas. La experiencia merece la pena. Brindé a la salud de mis padres y tuve la sensación de haber cumplido con mis deberes.

Nuestro siguiente destino era el Museo del Alzamiento, que nos habíamos dejado pendiente por la mañana. Cualquier desplazamiento por el centro de Dublín toma más tiempo del presupuestado porque cuesta resistirse a entrar en las tiendas de recuerdos y parafernalias variadas. En una de ellas vendían souvenirs inspirados en la vestimenta de “El hombre tranquilo”, la película de John Ford en la que John Wayne hace de un irlandés que regresa a su tierra después de toda una vida en Estados Unidos. El guion de ese film nació en un relato de un desconocido autor irlandés llamado Maurice Walsh para el “The Saturday Evening Post”. Se tardó tres lustros en llevar la historia al celuloide, pero el resultado fue tan bueno que deparó dos Óscar y un hueco en el imaginario colectivo del país. Innisfree es la Irlanda que todos imaginan y que quien no la ha visitado ya conoce de oídas. Eso es lo mejor que se puede decir de una película.

La historia de la Oficina central de Correos quedó marcada el lunes de Pascua de 1916. Mientras en los campos de Europa se decidía la suerte de una Guerra Mundial un grupo de voluntarios liderados por James Connolly se levantaron en armas contra la ocupación británica. La revuelta estaba destinada al fracaso desde que las autoridades del Imperio descubrieron la trama del singular espía Roger Casement. Casement fue un diplomático que denunció las tropelías del Rey Leopoldo de Bélgica en el Congo y que luego fue inmortalizado por Vargas Llosa en “El sueño del celta”. El viernes previo al levantamiento el barco Libau, con 20.000 fusiles y un millón de proyectiles a bordo que Alemania cedió generosamente a los irlandeses, fue interceptado y Casement, que había organizado el envío, detenido y luego fusilado. Sin esa munición y con una población sin ganas de rebelarse, Connolly y los suyos sabían que iban a morir por su patria. De hecho, el líder militar le dijo a un compañero de sindicato que le vio esa mañana de Lunes: “Bill, vamos a ser sacrificados”.

El Museo del Alzamiento, sito en el lugar en el que se hicieron fuertes los rebeldes con la intención de cortar las comunicaciones con la metrópoli, explica los antecedentes, las causas y el desenlace de esa abortada insubordinación. También explica algunas dolorosas historias individuales -decía Stalin que un millón de muertes es una cifra, pero una muerte es una tragedia- para entender mejor lo que significó esa guerra. Es conmovedor ver las cartas que guardaba en su bolsillo un inexperto soldado inglés que fue de los primeros en caer ante los irlandeses. En una de ellas se lee el agradecimiento de uno de sus hijos por haberle comprado una chocolatina.

El excelente tiempo nos permitió dar un paseo junto al río Liffey y cruzar el Half Penny Bridge a media tarde con las gafas de sol puestas. Las gaviotas están tan acostumbradas a la presencia humana que da la sensación de que posan presumidas y orgullosas del dominio del terruño.

Al llegar a las inmediaciones de la Catedral de la Trinidad nos sorprendió una escultura de lo que parecía un indigente recostado en un banco. Resulta que es una imagen de la copia de un Jesucristo sin hogar cuya primera versión se encuentra en la Universidad de Toronto y que fue hecha por el escultor Timothy Schmalz. Se considera una traducción visual del Evangelio de San Mateo. La Catedral de la Trinidad es la más antigua de las dos que tiene Dublín. Fue mandada construir por un rey vikingo de nombre imposible –Sigtrygg Silkiskegg– en 1030. He leído que ese señor adquirió fama de traicionero por enamorarse de una tal Lucyna Tramye. Imagino que por su condición de plebeya. La Santa Sede reclama que se la considere católica. Fuimos un poco pícaros y, como a las seis de la tarde celebraban una misa, esperamos y nos ahorramos el precio de la entrada argumentando que queríamos participar en los oficios de la Iglesia Irlandesa. París bien vale una misa y no nos vino mal conocer el ritual protestante con un coro bien afinado (y descansar nuestro espíritu y piernas durante media hora). Mientras se rezaba a Dios en la Catedral, un grupo de turistas emitían en el exterior sonidos guturales montados en un extraño vehículo que promete un Viking Splash Tour (imagino que sería anfibio). Todos los ocupantes del vehículo llevaban cascos con cuernos y parecían felices o embriagados. Queda pendiente por si vuelvo.

El interior de la Catedral de la Trinidad conserva la supuesta tumba de Strongbow -un caballero normando llamado Richard FitzGilbert de los que invadió Irlanda y también una marca de sidra– y el corazón del Obispo San Lorenzo O`Toole.

Para rematar un intenso día de turismo extremo, nos pasamos por el patio del Castillo de Dublín. En su centro, una escultura llamada “Lionesse”, del italiano Davide Rivalta domina el escenario. Nunca he entendido muy bien lo que este tipo de mezclas pretenden representar, pero en este caso no desentona.

A las siete de la tarde se acabaron las tonterías y el conocimiento dio pie al moderado disfrute para los sentidos. Llegamos a Temple Bar, la calle destinada a que los turistas se emborrachen y se empapen del supuesto espíritu de lo irlandés. Se cree que esa calle debe su nombre a William Temple, quien construyó una casa y unos jardines allí en el siglo XVII. Es curioso que el nombre de una familia cuya historia se retrotrae a los inicios de la ocupación más fiera de la Isla por los ingleses se haya convertido en un símbolo de la ciudad. La otra opción para explicar su origen es todavía peor, porque lleva a argumentar que deriva del histórico distrito de Temple Bar en Londres. Y no, lo de “bar” no tiene nada que ver con los numerosos pubs que ocupan ambas aceras. Donde ahora se pueden beber pintas a precio elevado y comprar souvenirs hechos en serie antes se podían visitar prostíbulos o incluso -en Fishamble Stret en 1742- ser los primeros en el mundo en escuchar el Mesías de Handel. Los más famosos recintos de la calle son el propio “Temple Bar” y el “Oliver Saint John Gogarty”.

Antes de beber algo, dimos buena cuenta de un maki variado y unos ricos fideos en un japonés llamado Banyi muy aconsejable. Optamos después por entrar en el Gogarty y tuvimos la suerte de encontrar un hueco en la barra. Dos medias pintas de dos IPAS locales nos costaron diez euros. El ambiente era tan heterogéneo como lo recordaba de 2008. Había maduros y maduras con intenciones libidinosas y estudiantes y locales alternando. Los hábiles músicos preguntaban con insistencia si había algún francés en el local mientras daban sus condolencias a los muchos norteamericanos presentes por la desgracia del puente de Baltimore. Una mujer a la que la grasa le desbordaba por todo el perímetro de su pantalón se animó a bailar durante un par de minutos ante el desconcierto de quienes la rodeaban (y los ojos traviesos de alguno de los canosos ávidos de agarrarla de su cintura como un buen comienzo o final de noche).  En la pared había escrita una frase presuntamente de Wilde: “El trabajo es la maldición de las clases bebedoras” encima de un retrato de Sinnead O´Connor. Duramos un rato antes de salir y hacernos -bueno: hacerme- una foto con las estatuas de Gogarty y Joyce departiendo que se encuentran en un lateral del pub. Ambos bebían como si no hubiera un mañana. Incluso,  según cuenta Carlos Janín en “Excelentísimos borrachos”, Joyce le llegó a pedir dos chelines para pimplar al padre del abstemio Yeats y éste le replicó que no le prestaba dinero a borrachos.

Bajo una fina lluvia asumible y hasta agradable emprendimos el regreso a Croke Park con el sentimiento del deber cumplido y con la duda en el cuerpo sobre si, al despertar, debíamos visitar Galway o Cork. Para conocer la respuesta a nuestro dilema deberéis esperar a la tercera entrega.

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