Viaje a Irlanda (I): Belfast

“No es bueno para un escritor escribir sobre algo que le gusta demasiado”

De “Diario Irlandés”, de Heinrich Böll

Casi nadie puede permitirse en estos tiempos elegir dónde viaja. Los caprichosos precios de las aerolíneas juegan como Dioses a los dados con los destinos de los turistas. En esta Semana Santa nos cuadraba, por tiempo y economía, Dublín. Yo ya había estado en Dublín. Fue en 2008 para encontrarme allí con Libia, una compañera periodista que trabajaba entonces de au pair para mejorar su inglés.  Reconozco que aquellos tres días de diciembre de hace más de tres lustros apenas me dejaron el poso de las juergas de la Temple Bar y de lo barato que resultaba comprar en una cadena de tiendas llamadas Carroll´s. Ante tan poco bagaje, puse todo mi empeño en leer -no sin dificultad- el “Mala Pinta” de Spike Milligan y con mucho más agrado el “Canta irlanda” de Javier Reverte. En las semanas previas también me releí un librito sobre la historia de Irlanda que me compré en mi primer viaje y, como casi todo viajero hace, vi decenas de videos de youtube para encontrar consejos de destinos y atracciones lo más desconocidas posibles.

Volábamos a Dublín la noche del lunes santo con Ryanair, la compañía local. Y, haciendo honor a su fama, la ida resultó complicada porque el vuelo salió con más de dos horas de retraso. Para colmo, nuestra intención de cenar algo caliente a bordo se frustró pronto. Un Sprite sin azúcar y un aperitivo fue lo único que pudimos conseguir. Pasadas las once y cuarto de la noche aterrizamos cansados y con hambre. Nos sorprendió el control de documentación tanto al salir de España como al entrar en Irlanda. Da la sensación de que cada vez Europa parece menos una casa común y más una junta de vecinos mal avenidos. Tal vez el Brexit tenga algo que ver. Al menos, mi insaciable frikismo futbolero quedó satisfecho cuando de entre las escenas que decoraban los pasillos de la Terminal sobresalía una del regreso al hogar de la Eire de Jack Charlton que alcanzó los cuartos de final en su primera participación mundialista (Italia’90).

El Aircoach número 700 es la mejor opción para alcanzar el centro de Dublín. Un servicio económico -siete euros-, cómodo y rápido. Además, el conductor que nos tocó en suerte llevaba puesta una balada de ZZ Top (Rough Boy). Cuánto tiene España qué aprender musicalmente del resto del mundo (menos de la República Dominicana y Miami, claro). Nos alojábamos en la zona de Drumcondra, que apenas dista nueve kilómetros del aeropuerto. El viaje fue corto hasta el “The Croke Park Hotel”, un típico (buen) hotel de concentración para equipos como los que tuve que conocer durante mi época de trabajador del Córdoba. Algo alejado del centro histórico -dos kilómetros-, pero amplio y confortable. Y con bañera, algo que agradezco mucho. Croke Park, por cierto, es un espectacular estadio con mucha historia y que fue nuestro punto de referencia para todos estos días porque era lo último y lo primero que veíamos al salir y entrar al hotel. En el cuarto capítulo de esta serie volveremos a él.

Tras tomarnos una infusión, caímos rendidos. Apenas pudimos dormir cinco horas, porque el despertador sonó a las seis. El tren a Belfast salía a las 7.35 y no queríamos urgencias. La estación de Connolly -la estación norte de Dublín- es modesta y funcional. Resulta casi imposible perderse en ella. Para colmo, el tren en el que íbamos hacia el Ulster indicaba el nombre del usuario de cada asiento en un rótulo luminoso durante todo el trayecto. Una idea magnífica para evitar controversias y librarse de los clásicos maleducados que se sientan donde mejor les convienen sin empatía ni respeto alguno.

Tras dos horas y media de trayecto llegamos a suelo británico. El Ulster, cuya capital es Belfast, es una de las cuatro provincias históricas de Irlanda. Las otras son Leinster -en el este, con capital en Dublín-, Munster -en el sur, cuya ciudad principal es Cork- y Connacht -en el oeste, que tiene de referencia la ciudad de Galway-. El motivo de que esta parte de Irlanda -no al completo, hay tres condados que pertenecen al Ulster histórico, pero que ahora forman parte de la República de Irlanda- sea del Reaino Unido es precisamente que albergó a los irlandeses menos sumisos hasta el siglo XVII. Londres decidió repoblar esa zona con protestantes del norte de Inglaterra y, sobre todo, Escocia para garantizarse la eterna lealtad a la corona que usurpaba los legítimos derechos de autonomía y de libertad religiosa a los irlandeses. Poco más tarde el tirano Cromwell agravó las diferencias con medidas equiparables al apartheid. Acelerando en la máquina del tiempo, en 1912 nació en Belfast una fuerza paramilitar -la Ulster Volunteer Force- que fue contestada con el primer Ejército de Voluntarios Irlandeses que luego sería el IRA. El Ulster fue, tras la independencia de la República de Irlanda en 1922, el reducto para los protestantes y unionistas de la Isla Esmeralda. De paso, sigue siendo un grano supurante para los irlandeses irredentistas quienes ya tras el tratado de partición se levantaron en armas hasta provocar una efímera Guerra Civil.

Es imposible no hablar de historia -y de literatura- en Irlanda.

Teníamos apenas unas horas para conocer una ciudad. Tras dudarlo un poco, nos decidimos a visitar el Museo del Titanic. De camino, pasamos por el Saint George´s market, un recinto victoriano que se supone es una de las atracciones turísticas de Belfast. Por fuera, al menos, no parecía muy impresionante. La ruta hasta el muelle donde se construyó el barco más grande de su época es anodina. Lo que antes debió ser un puerto sucio y sabroso es ahora un lugar diáfano, verde y con una estatua llamada “Soundyard” que representa supuestamente sonidos de la vida en un puerto. Hubiera preferido el puerto en sí, pero la historia se ve que debía hacer hueco al bosque de edificios impersonales e imagino funcionales que vigilaban el enclave.

Belfast se levanta sobre el lugar en el que los ríos Lagan, Blackstaff y Farset se encuentran para morir en el mar. De hecho, su nombre en gaélico “Béal Feirste” significa “El vado arenoso en la desembocadura del río». En el siglo XIX el astillero Harland and Wolff convirtió al puerto de Belfast en el más importante del Reino Unido. Gracias a su asociación con la naviera White Star Line se construyó en los colosales astilleros el Titanic. Hoy únicamente sobrevive de la compañía el barco Nomadic, que se puede visitar con la misma entrada del Museo del Titanic.

25 Libras cuesta acceder a las seis plantas que contienen un edificio con la paradójica forma del iceberg que acabó con la efímera historia de la nave que desafió a Dios. “No puedo concebir que algo vital pueda ocurrirle a este buque”, dijo el capitán Edward John Smith. Hoy se venden camisetas en la ciudad que rezan: “Titanic: construido por irlandeses y hundido por un inglés”. En el recinto se cuenta la historia de la construcción del coloso recordando las circunstancias sociales que rodearon a la Belfast de 1912 y también pasear por una aparente reconstrucción de los camarotes de primera, segunda y tercera clase.

Incluso se puede leer una carta original de lo que fue la última cena de los más pudientes de entre los 1496 que perdieron la vida. Degustaron, entre otras cosas, carne de ternera, Huevo a la Argenteuil, Pollo a la Maryland y una variada selección de quesos. Todo regado con cerveza muniquesa. Lo que más me impresionó del museo, más allá de la minuciosa reconstrucción y los vídeos tomados de los restos que todavía quedan del barco en las simas abisales, fueron los mensajes entre el Titanic y los barcos que debían auxiliarle una vez impactó con el iceberg. También se puede ver uno de los únicos doce salvavidas que quedan de los 3.500 con los que contaba el barco y las pertenencias personales de algunos de los fallecidos. El reloj del empresario Joakim Johnson se quedó congelado en las frías aguas atlánticas a la 1:37 y así se puede ver 112 años después. El recorrido termina con una visión constructiva del desastre, porque lo sucedido en 1912 sirvió para mejorar las condiciones de seguridad para navegantes y tripulantes. Y, claro, para asumir que el hombre sigue siendo una marioneta para las fuerzas de la naturaleza. Invertimos un par de horas en ver el Titanic Belfast con foto a lo Jack y Rose incluida.

De camino al centro de la ciudad pasamos por el Big Fish. Un enorme salmón decorado con estampas de la ciudad y que, además, se le considera fuente de conocimiento en la mitología irlandesa. A un paso nos topamos con el Albert Memorial Clock, un remedo del Tower Clock de Westminster en Londres que en su momento fue punto de encuentro entre marineros y prostitutas y que el IRA -al considerarlo una afrenta imperialista- trató de volar en 1992.

A marchas forzadas llegamos en torno a las doce y media del mediodía al hermoso Ayuntamiento de Belfast, que fue construido en el momento de mayor opulencia de la ciudad (1906). El empleo de mármoles de Carrara, Pavonazzo y Brescia y la elegancia del diseño hicieron que se convirtiera en modelo de otros consistorios de la época a lo largo y ancho de la Commonwealth. Es el único en su especie que no tiene bandera presidiéndolo para no ofender a ninguna de las dos comunidades que comparten la municipalidad. Por ley deben alternarse en el poder un Alcalde protestante y uno católico. En el interior se puede disfrutar de un ameno recorrido por la historia de la ciudad y de alguno de sus hijos más ilustres como Seamus Heaney, George Best o Van Morrison.

Como teníamos el tour por los murales de West Belfast a las tres de la tarde, nos empezó a urgir encontrar donde comer. En realidad, íbamos a tiro hecho porque Javier Reverte elogió en su “Canta Irlanda” el “The Crown” como el pub más bonito de Irlanda y queríamos comprobarlo. Desde nuestra modesta experiencia, podemos constatar que pocos parecen poder superarlo en belleza. Eso sí, aunque su empanada de carne con salsa de Guinness estaba bastante sabrosa, la fritura del fish and chips era muy mejorable.

Enfrente de “The Crown” se encuentra el Hotel Europa. Una mole robusta y fea que ostenta el dudoso honor de ser el hotel más bombardeado del mundo. El IRA atentó 36 veces contra él entre 1971 y 1993 y David Keenan recreó este machaque en su novela “Por los buenos tiempos”.

Antes de irnos al proceloso oeste de Belfast tuvimos quince minutos de margen que aprovechamos primero para ver la modesta Catedral y luego para adquirir -eso yo, claro- por quince libras la camiseta adidas de Irlanda del Norte. No es la de esta temporada, pero nadie me juzgará por eso y es preciosa. Lamento, eso sí, no haber adquirido otra retro por cuarenta libras. La distancia hace que el precio de las cosas se relativice.

Falls Road y Shankill Road son dos calles del Oeste de Belfast. Las separan una verja, un muro y siglos de odio por sus creencias políticas y religiosas. Irlanda e Inglaterra han pleiteado con mayor o menor intensidad desde 1169 y ninguna ciudad como Belfast ha sufrido la lucha entre dos comunidades que se han detestado con una intensidad inimaginable. Desde 1968 y hasta los acuerdos del Viernes Santo de 1998 más de 3.500 personas han muerto a manos del IRA, el UVF o el Ejército Británico.

El punto de reunión de la visita concertada era un mural en Divis Street el que, entre otras personas ilustres del barrio, sale retratado uno de los guías que hace el recorrido en inglés. Se trata de Peter, un ex preso del IRA que ahora -como medida de reinserción- enseña desde su óptica el horror de la violencia. El Tour comienza en la Torre de Divis Street. En ella vivían Hugh McCabe (20 años) y Patrick Rooney (9). El 15 de agosto de 1969, en una de las manifestaciones a favor de los derechos civiles la policía del RUC les mató -sin querer o queriendo según las versiones- a balazos. La azotea de ese edificio fue empleada por el ejército británico para colocar francotiradores. En los momentos más álgidos de los “Troubles” el cambio de guardia lo debían llevar a cabo por helicóptero dado que por tierra no era seguro. Ni el color de los clásicos buzones de correos británicos se libra de la disputa. Normalmente pintados de rojo, cada determinado tiempo hay vecinos católicos que los pintan de verde como reivindicación de lo irlandés.

Entre el colegio católico de Saint Comgall y el edificio situado enfrente -al lado de una fábrica de harinas- eran frecuentes los tiroteos entre miembros del IRA y el ejército o el RUC. Todavía se pueden ver los impactos de los proyectiles en los ladrillos. El muro de la paz de Falls Road se renueva cada determinado tiempo. En estos momentos se centra en apoyar la causa palestina. De hecho, los diseños son de artistas palestinos que no pueden salir de su país por la guerra. En el lado republicano de Belfast las banderas palestinas abundan.

Hubo republicanos irlandeses luchando en España con las XV Brigada Internacional (también los hubo en el lado franquista). El recuerdo de los irlandeses que murieron en nuestra Guerra Civil está presente tanto en los murales de Falls Road como en el propio Ayuntamiento de Belfast.

Aunque parezca increíble, unas puertas se cierran todos los días a las siete de la tarde para dividir a las dos comunidades. Se hizo un referéndum hace unos años en Belfast que reflejaba que un 70 por ciento prefería que se quitaran… pero en Falls y Shankill el resultado fue inverso. Siguen prefiriendo esa separación. Entre la zona católica y la protestante hay una especie de terreno neutral con un monolito oxidado y una cruz bastante sobria. Es evidente que ambas comunidades miman más lo identitario que lo que les puede acercar.

Al comienzo de la influencia de Shankill Road se recalca la fidelidad de los ulsterianos protestantes al Reino Unido durante la I Guerra Mundial. Y, por supuesto, si los republicanos se sitúan del lado palestino los unionistas se alinean con los israelíes. Son muy frecuentes los homenajes en ambos lados a los caídos. Los católicos siempre con símbolos celtas y la bandera tricolor, por supuesto.

En las afueras de Belfast las autoridades británicas tuvieron que construir en 1971 la cárcel de Maze para albergar a los numerosos presos políticos. En 1979, tras el asesinato de Mountbatten, Thatcher propone convertir a los reclusos del IRA en presos comunes como castigo. Los internos llevan a cabo varias protestas (yendo desnudos, defecando en las celdas…).

Pero la más famosa fue la huelga de hambre de 1981. En ella fallecieron diez presos del IRA. El más famoso, Bobby Sands, quien había sido elegido parlamentario para Westminster tres semanas antes de su muerte. Thatcher dijo después: “Sands era un criminal convicto. Eligió acabar con su propia vida. Una opción que su organización no dejó tomar a muchas de sus víctimas”. Para los republicanos es un mártir. El tour hace un alto en la sede del Sinn Fein, el partido que representa los deseos republicanos de los habitantes del Ulster. Hay una tienda llena de memorabilia de toda índole.

El Monasterio de Clonard hace de frontera imaginaria entre las dos comunidades. Es católico, pero sirvió de cobijo a unos y otros durante los bombardeos de la Luftwaffe en 1941 (el miedo a la muerte iguala a todos). Una figura clave para la paz entre ambas comunidades fue el párroco de Clonard Alec Reid. En 1988 no dudó en asistir a dos soldados británicos asesinados por el IRA en sus últimos instantes. Se cree que en ese recinto, y por mediación de Reid, se reunieron líderes de ambos bandos para hablar de paz. David Trimble, líder de los Unionistas del Ulster, y John Hume, SDLP, acabaron compartiendo luego el Premio Nobel de la Paz por su valentía. Pero el coraje del párroco de Clonard Reid también fue fundamental para acercar posturas.

Metro y medio de ancho tiene el muro que separa a unos y otros. Aguantaría hasta un coche bomba. Las casas tienen verjas porque todavía se siguen lanzando objetos desde el lado unionistas. Es más, en 2013 -15 años después del acuerdo de Paz- se tuvo que subir la valla para dificultar el vandalismo. En uno de los múltiples incidentes entra ambas comunidades en 1969, varias viviendas de la calle Bombay fueron quemadas. En el solar en el que se encontraba una de ellas han dedicado un memorial para que no se repita. Levantar el muro fue una idea que partió de las barricadas que se alzaron en esta calle. Una de las casas que quedan en pie se vende por alrededor de 50.000 libras. Debe ser el piso más económico de todo el Reino Unido.

Volvimos a Shankill Road -tomada con lógica por seguidores de los Rangers de Glasgow-. Hay un mural modesto de Best -de padres unionistas- y otro de miembros del UVF. El mural fue ampliado hace menos de una década con los dos hombres armados de la derecha. Mala señal. Shankill Road tiene cicatrices difíciles de olvidar. En el local que ahora ocupa la Court Credit Union había una pescadería en la que fueron asesinadas nueve inocentes. El IRA alegó que allí se iba a producir una reunión de paramilitares y el temporizador falló. En esa misma calle hay tributos a la familia real británica, a todas las víctimas protestantes de la guerra y, donde estaba el Pub Bayardo, un recuerdo a los muertos en el ataque del IRA de 1975. Para matar al líder del UVF William John Gracey acabaron también con otros cuatro inocentes.

Y hasta aquí llegó nuestro tour con el guía Íñigo, un gallego muy amable que nos decía que la historia, al menos, acaba con un final feliz. La sensación que tuve, sin embargo, fue que queda mucho tiempo hasta que las dos comunidades puedan siquiera respetarse de verdad. Ojalá menos del que parece. Como escribió el premio Nobel norirlandés Seamus Heaney: “En descanso eterno. Incluso la muerte miente. El vacío engaña. Nosotros no caemos como las hojas otoñales para dormir en paz”.

Dejamos atrás con una sensación amarga el oeste de Belfast cruzando un puente recubierto de alambre de espino sobre el que descansaba el cadáver de un balón pinchado y alcanzamos Sandy Row buscando un modesto mural dedicado a George Best. De camino, nos topamos con otro dedicado a dos figuras más humildes del fútbol ulsteriano bajo el logo “Our wee country” (“Nuestro pequeño país”).

Empezó a diluviar, pero no quisimos irnos de Belfast sin visitar el pub que nos recomendó Íñigo. El sunflower es un garito moderno, con clientela progresista y una excelente selección de cervezas que, sin embargo, no se ha desecho de una suerte de jaula metálica pintada de verde. Por si las moscas o como recuerdo. No lo sé.

Al llegar a Connolly, los aficionados de la selección irlandesa de fútbol paseaban con normalidad sus bufandas y banderas. Su equipo, que no se ha clasificado para la próxima Eurocopa, acababa de perder en el AVIVA Stadium (antiguo Lansdowne Road) contra Suiza 0-1 un amistoso. La normalidad con la que evidenciaban su condición es el último y definitivo paso para la superación de cualquier disputa. Es lo que todavía falta en el Ulster. Por eso la sensación que uno tiene es que en el sur de Irlanda se vive más feliz que el norte. Porque la cerveza está igual de buena en ambas partes.

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