No va de fútbol. Viaje a Alemania (y IV): Colonia

Los inseguros nos aferramos a ciertas tradiciones para nuestra estabilidad. En mi caso, las mañanas de casi todos mis últimos 31 de diciembre las he dedicado a correr hasta conocer un campo de fútbol. En Colonia el mayor estadio es el Rhein Energie, que alberga los partidos del 1.FC Köln. Hasta 2002, cuando se reconstruyó, se llamaba Müngersdorfer Stadion. En ese recinto se han jugado dos partidos de la Eurocopa del 88, tres de Copa Confederaciones de 2005 y cinco del Mundial de 2006. También se jugarán aquí partidos de la Euro de 2024. La mascota del Köln es un chivo desde que en 1950 el director de circo Harry Williams regalara al club un animal de tal especie al que bautizó como Hennes en honor del exitoso técnico Hennes Weisweiler. Franz Kremer, primer presidente del Köln, proclamó el día de su nacimiento en 1948: «¿Quieren ser campeones alemanes conmigo?”. Luego impulsó la Bundesliga y el Köln ganó la primera edición en 1963. Tiene 3 Ligas y 4 copas y perdió la final de la UEFA del 86 ante el Real Madrid. En 1963 llegó a los cuartos de Final de la Copa de Europa ante el Liverpool y fue eliminado tras tres partidos con empate por el lanzamiento de una moneda. En 1979 llegó a semis y sufrió una dolorosa eliminación (3-3, 0-1) ante el Forest de Clough.  Es el octavo club de Alemania y para los que nos gusta el fútbol no nos resultan ajenos los nombres de Schnellinger, Schäfer, Schuster, Littbarski, Schumacher, Allofs, Podolski…

El madrugón me sirvió para gozar trotando del precioso Canal Lindenthaler, que fue concebido como cinturón verde de la ciudad en el año 1925 por un señor llamado Fritz Encke. De paso, atravesé facultades y observé a lo lejos la Colonius Turm, que es el pirulí de Colonia. Varias de las ciudades renanas competían en los setenta y ochenta por hacer el mamotreto más alto. Tal vez como para lucir, orgullosos, su resurrección como urbes tras los años de padecimiento.

Salimos de Moselstrasse con algo de retraso sobre el horario previsto pero con las ideas bastante claras. Nuestro primer destino era la Sinagoga, que la teníamos a apenas 500 metros. El templo de los judíos de Colonia fue destrozado en la Kristallnacht de 1938. La noche de los cristales rotos sucedió el 9 de noviembre. Como casi todos los episodios históricos -malos y buenos- que ha vivido Alemania en el siglo XX. Por eso se conoce como el schicksalstag -día del destino-. En ese mismo episodio del calendario se produjo el aplastamiento de la revolución de 1848, la declaración de Liebknecht por la que proclamaba la primera república alemana en 1918, el fallido golpe de estado de la cervecería de Múnich a cargo de Hitler en 1923, la concesión del Nobel a Einstein en 1922… y el 9 de noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín. Por esa coincidencia, precisamente, los alemanes no festejan su reunificación el día en el que se pudieron abrazar sino el 3 de octubre.

No pudimos acceder de la Sinagoga. Dos fieles a los que les preguntamos no fueron demasiado simpáticos. Además, la presencia de un coche patrulla de la policía y un cartel que pedía en inglés la liberación de los rehenes judíos que jamás capturó hace unas semanas convertía el ambiente en poco apto para curiosos.

Pasamos por la Hahnentor. Es de lo poco medieval -y reconstruido- que queda en pie de la Colonia medieval. Un fulano a quien le pedimos que nos retratara aprovechó para pasar a nuestro particular álbum de fotos dándole la vuelta al teléfono. Un detalle cordial y simpático para un día que, como leeréis, no fue del todo amable.

Vimos también alguna “Dreifensterhaus”, las casas tradicionales de tres ventanas -eso significa su nombre- que eran la forma de construir favorita de los renanos durante el siglo XIX. Los edificios de este tipo eran relativamente estrechos porque, según el reglamento de construcción prusiano, las casas con una anchura de hasta 20 pies (unos 6,28 metros) estaban exentas de impuestos.

Cerca de la Appelhofplatz nos topamos con una torre romana de vigilancia. La muralla de Colonia Claudia Ara Agrippinensium era de casi cuatro kilómetros de largo y tenía 19 torres y cuatro puertas. Se cree que esta fue construida en torno al año 50 y sus mosaicos resaltan dentro de su sobria construcción.

Llegamos a San Gereón, la más impresionante de las iglesias románicas de Colonia. Se estima que el espacio que ahora ocupa esa basílica fue edificado por primera vez en torno a mediados del siglo IV. No se sabe para qué se usó, pero se sobreentiende que podría servir de mausoleo para miembros de la familia real franca.  La zona principal del conjunto fue transformada a principios del siglo XIII otorgándole forma de decágono. El resultado es único en su tipo al norte de los Alpes. Supuestamente en San Gereón había un pozo en el que los soldados de Maximiano arrojaron los cuerpos de los mártires de la legión Tebana, unos supuestos mártires del primer cristianismo de finales del siglo III. De hecho, en el siglo XIII se decía que se habían encontrado 318 huesos de miembros de esa legión que, liderados por San Gereón, sufrieron el martirio. Nada de esto, por supuesto, está respaldado por la arqueología. El conjunto, en todo caso, es de una enorme belleza.

Continuamos nuestro recorrido con una breve parada en el conjunto escultórico dedicado a Edith Stein de la Börseplatz. Edith Stein fue la Teresa de Jesús alemana. De hecho, su nombre religioso fue Teresa Benedictina de Jesús. Una religiosa con una trayectoria apasionante. Nació en el seno de una familia judía y, tras pasar por una etapa de ateísmo, acabó siendo la primera mujer que presentó una tesis sobre filosofía en Alemania. Continuó su carrera mientras trabajaba como colaboradora del filósofo alemán Edmund Husserl y después se convirtió al catolicismo y desarrolló una teología de la mujer y numerosos estudios sobre Santo Tomás de Aquino. Los nazis la vetaron, persiguieron y acabaron matándola en Auschwitz en 1942. Fue beatificada, santificada y convertida en copatrona de Europa en 1999. En Colonia la recuerdan porque la orden carmelita de esta ciudad fue la primera que la aceptó en 1933.

Cerca del mediodía llegamos a la plaza del viejo mercado (Alter Markt). Allí se encuentra el Ayuntamiento, la hermosa iglesia de San Martín el grande y justo en su centro la fuente dedicada al señor de la guerra Johann von Werth. En la vida real fue un preboste que puso sus conocimientos militares y su coraje al servicio de los intereses de los Habsburgo, de Baviera y del Imperio (en suma: siempre contra su odiada Francia). En 1636, peleando codo con codo con Fernando de Austria, Tomás Francisco de Saboya-Carignano y Octavio Piccolomini pusieron contra las cuerdas al mismísimo Richelieu cerca de París. En Colonia y sus alrededores se cuenta una leyenda sobr la vida de Johann von Werth en la que es un criado pobre que se enamora de la doncella Griet. La mujer rechaza su propuesta de noviazgo y matrimonio y Jan, muy afectado por el rechazo, se mete a soldado y llega a ser por su buen hacer. Tras una de sus victorias, entró con sus tropas en Colonia en una procesión triunfal a través de la Puerta Severin y en el mercado descubrió a su antiguo gran amor, Griet, que vendía fruta allí. Jan dirigió su caballo hacia su puesto, desmontó, se quitó el sombrero y le dijo: “¡Griet, wer et jedonn!” (Griet, ¿qué has hecho?). Y ella le respondió: “¡Jan, ¿quién podría saber eso?”. Bueno, lo dicho… el humor alemán o no sé. El caso es que el carnaval callejero de Colonia se inaugura cada año en el Alter Markt con esa obra histórica “Jan y Griet”.

En la Alter Markt también había una extraña tienda -por desgracia, cerrada el 31 de diciembre- llamada “Strassenkicker” y que, al parecer, es propiedad de Lukas Podolski. Me llamó la atención la influencia que ejerce la figura del delantero en la ciudad. Sirva de ejemplo el cariño que se le tiene que cuando el Köln quiso recuperar al futbolista tras su paso por el Bayern creó un sitio web donde los aficionados podían comprar los píxeles de una imagen de Lukas Podolski por 25 € el metro cuadrado. Reunieron un millón de euros que mitigaron un poco los diez millones de euros que costó la transferencia.

Antes de comer decidimos cruzar el Rin por el puente de Hohenzollern para divisar la ciudad desde lo que se conoce como Köln Triangle. A pesar de lo que Google opinaba, la torre estaba cerrada. Como consuelo de tontos, a las puertas nos encontramos con otro grupo de españoles a los que les había pasado exactamente lo mismo. Al menos, Marina disfrutó jugando en los montículos que hay por la zona y después contando los miles de candados (los venden en un negocio cerca de la Iglesia de San Martín a veinte euros la unidad). El resto probamos nuestras sonrisas para inmortalizar la imagen más típica de Colonia con el puente y la Catedral de fondo.

Regresamos al Alter Markt para hacer un poco el tonto ante las estatuas de las marionetas Tunnes y Schäl. Tunnes es la forma renana de Antonio y Schäl se refiere a los ojos entrecerrados del muñeco. Son una especie de Sancho Panza y Quijote renanos que aunque nunca existieron forman parte del folclore local. Para almorzar, de hecho, estuvimos a punto de quedarnos en un restaurante llamado Tunnes und Schäl, pero al final optamos por otro sitio. Por desgracia.

Cerca de las una y cuarto nos sentamos en el Papa Joe´s Biersalon, un local bien ambientado en los años veinte y que tenía una pinta muy interesante. Además, unos muñecos interpretaban lo que le pidieras de música, ya fuera una polka o un tango. Conforme nos pedimos una primera ronda, el restaurante se fue llenando y el caos se fue adueñando del ambiente. Mientras que una mesa de germanos ebrios cantaba con emoción y en viva voz los temas que los androides de plástico les tocaban, el camarero responsable (irresponsable) de nuestra mesa necesitaba hasta tres o cuatro llamadas para atendernos. El catastrófico resultado fue un almuerzo que se extendió por hora y media -eso sí, mi salchicha con Kale y malta estaba excelente- y una cuenta que distaba mucho de lo que realmente habíamos consumido. El inepto de nuestro camarero había apuntado por partida triple las comandas que nunca nos sirvió, por lo que nos cobró treinta euros de más en cervezas. Nos negamos a pagar lo que la cuenta fijada, pero tanto el subalterno como su superior tampoco eran capaces en su cabeza cuadrada de asumir su incapacidad para llevar a cabo su trabajo con acierto. El resultado fue demandar la presencia de la Polizei (sí, me vino a la cabeza Rammstein) y, tras una desagradable y ridícula discusión, finalmente hicimos valer nuestros derechos y pagamos lo justo. El surrealista momento concluyó con mi nombre escrito en un cuaderno de un policía -concretamente en un cuaderno que su hija regaló a un policía- y el nombre del encargado -un tal Nikolai Petrov- en una carta del restaurante que conservo por si las moscas. Bueno, en realidad la conservo para no olvidar el momento vivido.

Lo peor del incidente fueron las lágrimas de Marina por no poder llegar a tiempo para ver el Museo del Chocolate. En realidad, no creo que mereciera mucho la pena. Tampoco pudimos pasar de la tienda del Museo de la Colonia Farina, que era atendido por una española muy amable que, sin embargo, no nos pudo dar consejo sobre qué hacer con nuestra vida en esa última noche del año. Johan María Farina fue un italiano que a principios del XVIII inventó el Agua de Colonia. De su obra dijo: “Mi perfume es como un bonito amanecer tras la lluvia, una composición de naranjas, limones, pomelos, bergamota, flores y frutas de mi país natal”. La retórica y cursilería de Farina no impidió, por supuesto, que me llevara un poco de su esencia embotellada.

Eran las cinco menos veinte y las tiendas ya empezaban a cerrar. De paso, la policía ya había acordonado la zona próxima a la Catedral, donde además estaban prohibidos los petardos de toda índole. El mejor momento para estar en ese momento en Colonia era el Heumarkt. Allí se encontraba un mercado navideño en el que una enorme pista de hielo hizo olvidar a Marina el sofoco del museo del Chocolate y a su madre recordar que no sabe patinar (en mi caso, haberlo intentado hubiera supuesto mi tercera rotura de escafoides a buen seguro).

Rescatar a Marina del hielo fue un proceso arduo y de extrema paciencia. Eran ya las seis y la noche se había impuesto del todo. Tocaba pensar en la cena del último día del año, que resolvimos con un pollo, patatas, frikadelle y una ensalada con tzatziki del “Schnellrestaurant (restaurante rápido)” Nehring . Todo bueno. Todo fácil. Nada que ver con el almuerzo. El señor Nehring -no sé si sería él- era amable y comprensivo. Incluso trataba de hablar español. Además, en el ultramarinos de al lado pudimos hacernos con excelente cerveza bávara. Yo me tomé una Augustiner Brau Lager y brindé a la salud de San Hildegardo von Bingen que dijo en el siglo XI que “Cada día sin cerveza es un riesgo para la salud”.

Comimos, bebimos, escuchamos buena música, brindamos -con jägermeister y Berliner Luft con fanta sabor sandía- y las gominolas de Haribo de Bonn las hicimos pasar por uvas al son de las campanadas que escuchamos en mi Tablet. Cuando nos deseábamos lo mejor para 2024 se desataron las hostilidades en nuestra planta baja. La relativa quietud de la fiesta que se planteaba en una suerte de club social de Moselstrasse 80 se volvió locura cuando el reloj cambió de día. Mayores y niños enchaquetados comenzaron a lanzar misiles tierra aire de una potencia extraordinaria. Abrir las ventanas resultaba incluso temerario, porque no dudaban en lanzar petardos a quienes vieran con vida. Me aventuré a salir en un momento de aparente alto el fuego para comprobar en solitario el entorno en el que nos movíamos. Aquello era un campo de batalla. La policía hacía la vista gorda e incluso pedía a los peatones que se detuvieran para que los pirotécnicos aficionados pudieran lanzar sus tracas sin cortapisas. Me resultó muy llamativo. Tras darme una vuelta y comprobar que el 31 de diciembre es un buen día para vivir, pero uno regular para salir, me acosté para tratar de descansar dos horas.

Porque, y es lo último que cuento, nuestro vuelo salía a las 5:30 de la mañana del día 1 y Lole había cerrado un transporte privado para las 3:30. Y a las 3:00 me advirtió de que le había llegado un mensaje en el que le decían que nuestro transporte no podía efectuarse porque no había ningún vuelo asociado a esa hora para recogida. Con la modorra en el cuerpo y la lengua mordida para no soltar improperios desproporcionados llamé a la empresa suministradora del servicio. Nos dijeron que nos buscásemos la vida y eso hicimos con cierta premura. Afortunadamente la estación sur nos dio un magnífico último servicio que contrastó con la pésima gestión de la seguridad del Aeropuerto de Colonia, cuyo meticuloso análisis de los viajeros contrastaba con su excesiva relajación.

Llegamos. Volamos y regresamos. Ya habría tiempo para dormir. Ya habría tiempo para recordar. Cada viaje es un desarrollo de todos nosotros. Crecemos cuando nos alejamos de donde vivimos. Nos empequeñecemos cada vez que damos por supuesta una cuestión. Espero que os haya servido de algo este somero recorrido por Alemania. Yo he satisfecho una necesidad vital escribiéndolo.

Gracias por leer. Bis bald!

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