No va de fútbol. Viaje a Alemania (III): Düsseldorf y Leverkusen

En Bonn compré un libro de rebajas con el sugerente título -sugerente para un enfermo del fútbol como yo, claro- de “111 lugares de fútbol que se deben visitar en Colonia”. Fue el impulso definitivo para activar una de mis pasiones cuando viajo: correr para hacer turismo pelotero. Así que madrugué sin sentir nada de pereza ni de frío para conocer Weidenpescher Park, el segundo campo de fútbol más antiguo de Alemania y que albergó la primera final del campeonato de fútbol en ese país que se disputó en 1905 ante apenas 3.500 espectadores. El deteriorado graderío, a las siete y media de la mañana, apenas se podía ver por la oscuridad y por la distancia que obliga a guardar la verja del recinto del Hipódromo donde se encuentra.

No obstante, me compensó cumplir con mi reto y de paso ver a madia luz en el camino de vuelta la Iglesia de Santa Agnes y la plaza Ebert donde se encuentra el majestuoso Ringturm. Como meta volante, además, contemplé la Catedral sin el bullicio de turistas ni de policías. La exclusividad es un precio al alcance de pocos bolsillos cuando se viaja. La unicidad en este aspecto es, directamente, un desafío al alcance de quienes emprenden locuras.

Pusimos nuestras miras en Düsseldorf en el penúltimo día del año. Cuando uno abandona Colonia en dirección norte se puede despedir, aunque sea de manera provisional, de su Catedral desde el puente de Hohenzöllern y contemplar las torres de San Heriberto desde la distancia. Uno es capaz de imaginar la emoción que sentirían los “Gastarbeiter” cuando partían de aquí. Los Gastarbeiter eran los portugueses, griegos, turcos, italianos y españoles que en los cincuenta y sesenta llegaron invitados por el gobierno de la República Federal para reconstruir el país. El “Vente a Alemania, Pepe” llevó a cerca de 800 españoles a la semana durante lustros a ciudades como Colonia que, de hecho, fue a la que llegó el “Gastarbeiter” un millón, un luso llamado Armando Rodrigues que fue obsequiado con un ramo de flores, una motocicleta y los acordes de una banda. Colonia, como un cuadro puntillista, mejora al verla en perspectiva. Incluso en perspectiva temporal, diría.

La estación de Düsseldorf presume de ser la que primero conectó dos ciudades en el oeste de Alemania. En diciembre de 1838 un tren completó los 10 kilómetros que separan Düsseldorf de Erkrath. El activo proletariado de la ciudad la tiñó de rojo durante un par de décadas. De hecho, los espartaquistas llegaron a tomar el control en 1920. Luego aparecieron tropas belgas y francés a echarle una mano a los Freikorps leales a la República de Weimar y a posteriori el presidente del Reich von Hindenburg disfrazó lo que fue una revolución de clase de causa patriótica.

A la salida de la Hauptbanhof de Düsseldorf nos topamos con el primero de los 10 “Saulenheiligen” (“Santos de columna”) que hay colocados en la ciudad. Se trata de estatuas sobre pedestales que representan a personas normales y corrientes. El que saluda al visitante al salir de la estación es un hombre que le retrata con una cámara de fotos, como haciéndole sentir un cazador cazado.


Una de las peculiaridades de Düsseldorf es que reúne la mayor colonia de japoneses de Europa. Se calcula que en torno a 11.000 nipones se amontonan en torno a lo que se ha conocido como “Little Tokyo”, que se concentra entre las calles “Oststrasse” e “Immermannstrasse”. El motivo, al parecer, que en los años cincuenta fueron muchos los empresarios del país del sol naciente que se desplazaron hasta la capital de Westfalia para aprovisionarse de materiales de construcción para mitigar los destrozos de la Guerra. Durante unos minutos el viajero pasea entre izakayas, barras de ramen, de teppanyaki y supermercados y pastelerías japonesas. Entre en la librería Takagi para comprobar que los precios de las frikadas que me llamaron la atención se escapaban a mi lógica.

El 93% de los terrenos residenciales de Düsseldorf quedó destrozado por los bombardeos británicos en los cuarenta. Por eso todo lo que uno ve ha de pasar por el tamiz del gusto para evaluar si la reconstrucción fue eficaz. La Iglesia “St.Maria Empfängnis” (De la Concepción) se parece un tanto a la original de finales del XIX, pero tiene en su acceso unas puertas giratorias que la asemejan con un hotel de lujo. Una placa, por cierto, recuerda que su capellán Joseph Cornelius Rossaint fue detenido por la Gestapo en el 36 por intentar crear un frente antinazi entre comunistas y católicos. Dice Timothy Garton Ash en “Europa” que uno no puede elegir a nuestros padres, pero sí en quienes nos convertimos. En Alemania hubo muchos que se resistieron a ser lo que la lógica de la norma y su cuadratura mental les dictaba durante la oscura época de Hitler, pero la sordina de la historia oficial les ha pasado por encima entre la multitud.

Mientras buscábamos la zona más turística nos topamos en la Gustaf-Gründgens Platz lo que se ha denominado Ingenhoven-Tal, una especie de mirador triangular con césped en el que uno se puede sentar a tomar el fresco y otro edificio escalonado cubierto también de verde. El complejo pretende parecer una especie de templo selvático -al menos esa impresión me dio-. Teniendo en cuenta que su construcción ha tapado la visión del teatro municipal y que los habitantes de Düsseldorf pueden pasear a 100 metros de altura, bien podría decirse que es una composición como para generar los peatones del aire del dramaturgo del absurdo Ionesco.

A marchas forzadas y a lo lejos, rigores del turismo extremo, vimos la Wilhelm Marx Haus, un precioso edificio de hormigón que cuando se completó en 1924 fue el más alto en su género de Alemania. Lamento no haberme acercado para fotografiar la estatua del tigre de Carl Moritz Schreiner que recibe al visitante en su hall. Fue de lo poco que sobrevivió a la guerra.

El encanto de la calle Bolkerstrasse nos obligó a reducir el ritmo. Enfrente de la protestante Neanderkirche nos encontramos con la cervecería Zum Schlüssel, una clásica brauerei con exterior, interior y cerveza en condiciones y que tampoco disfrutamos por la marcha forzada. Al menos mi cuñado y yo nos compramos una camiseta con el logo del local. Como el que luce una prenda del Pachá Ibiza sin haber bailado techno.

Por el centro de Düsseldorf es muy común encontrar el nombre “Schneider Wibbel”. Tomé nota y luego he descubierto que se trata de una obra teatral de Hans Müller-Schlösser de 1913 y que cuenta un incidente real que sucedió en Berlín en época del Rey Federico Guillermo IV. Un panadero fue condenado injustamente a prisión y convenció a su oficial para que cumpliera la condena en prisión. El oficial fallece en prisión y al panadero se le considera muerto. El Rey, magnánimo, acabó perdonando después al panadero. Schlösser traslada la escena a su Düsseldorf en la época de ocupación francesa de principios del XIX y convirtió al panadero en sastre (Schneider es sastre en alemán). El matiz es que el motivo por el que Wibbel va a la cárcel en esta versión es por insultar a Napoleón. Mientras el sastre Wibbel ve su propio funeral pronuncia una frase lapidaria en la ciudad: “Bueno, qué hermoso cadáver soy”. Hago un spoiler: en esta versión el sastre acaba haciéndose pasar por su hermano gemelo.

La plaza del Ayuntamiento es la antesala del, para mí, mejor enclave que disfruté en Düsseldorf. El “Stadterhebungsmonument” –“Monumento a la construcción de la ciudad”- de la Joseph Wimmer Gasse conmemora los 700 años de existencia de la capital de Westfalia con crudeza gótica. La obra fue hecha por Bert Gerresheim en 1988 y permite ser retratada con el fondo de la Iglesia de San Lamberto. San Lamberto tiene -al menos tenía el 30 de diciembre de 2023- una iluminación discotequera. En un cofrecito conserva los restos de San Apolinario, que es el patrón de la ciudad. Tiene una torre retorcida que un día recuperará su forma original si una virgen de Düsseldorf se case en la Iglesia. Sería mejor que fueran colocando andamios.

Llegamos a orillas del Rín. El espacio estaba ocupado por una gran noria y por el Schiffährtmuseum, que se le da un aire a la Torre del Oro encalada y que es todo lo que queda del antiguo castillo medieval de la ciudad. Ahora alberga un museo de navegación -eso significa Schiffährtmuseum- que probablemente merezca la pena. Nosotros optamos, se lo merecía también nuestra pequeña Marina, por montarnos en la noria. Desembolsamos nueve euros por barba -seis por Marina- y nos dieron unas cuentas vueltas para ver Düsseldorf desde el cielo. En el skyline de la urbe destaca por encima de todo la Rheinturm -Torre del Rín-, que es el pirulí de comunicaciones local. Parece ser que sobre ella se proyecta el mayor reloj digital del mundo.

Almorzamos en el mercado navideño un currywurst y unas bratwurst regados con una excelente Pils llamada “Füchschen Alt”. En cerveza no había discusión: Dusseldorf 5- Colonia 0. También probé el Glühwein, que es un brebaje que se toma en Europa con la excusa en el frío y que consiste en vino cocido con especias. Su sabor es una experiencia tétrica, únicamente comparable a la estupidez de cruzar las ascuas con los pies descalzos para demostrar fortaleza mental. En mi caso, al menos, tenía la justificación de la taza del lugar (que me llevé tras pagar el depósito requerido). No bebáis glühwein salvo prescripción médica. Y sólo si lo que padecéis es grave.

Por el contrario, os recomiendo encarecidamente que si estáis en Düsseldorf os llevéis unos cuantos botes de mostaza Löwen. Es una compañía fundada en 1903 en Metz y que cuando Metz se convirtió en Francia se trasladó a Düsseldorf. He probado ya la de wasabi y es deliciosa. Lamento no haber comprado más botecitos, que además están a muy buen precio. El establecimiento se encuentra en la calle Berger.


Como en una peregrinación capitalista, pasamos por el inmenso edificio de 1922 del Commerzbank antes de llegar a la Königsallee, que es el bulevar del lujo del Oeste de Alemania. Lo más hermoso de la zona es el canal que la divide. A ambos lados, una colección de inasequibles marcas y burgueses curiosos que se acercan a comprobar que ni veinte mensualidades les permitirían ir vestidos enteramente de Gucci o Versace. Casi nadie repara que en una de las paredes de esa Königsallee se encuentra una placa que recuerda que allí estuvo una vez el hogar del filósofo Ernst Kapp, un librepensador que creía en una igualdad real en pleno militarismo prusiano y que luego se postuló a favor del abolicionismo durante el tiempo que le dio por vivir como agricultor en Texas. Una vida al límite, sin duda, para ser vivida a mediados del siglo XIX.

El turista extremo tiene siempre ante sí la dramática necesidad de elegir. Nosotros entre pasear por los edificios construidos por Frank Gehry y las pintadas de la Kiefernstrasse optamos por el arte grafitero. Tuvimos que tomar un uber para ahorrar tiempo, aunque una manifestación propalestina nos retrasó igualmente. Kiefernstrasse era una calle destinada en 1902 a albergar trabajadores de las fábricas cercanas y que con los años se ha convertido en un punto de reunión y de autogestión para grupos de emigrantes de hasta 45 nacionalidades. En 1986 una redada en esa calle permitió la detención de Eva Haule, terrorista de la RAF Baaden-Meinhof. De paso, se intentó cerrar definitivamente la actividad en Kiefernstrasse, pero las manifestaciones de sus ocupantes motivaron la firma de un acuerdo con las autoridades locales. Los murales que decoran las fachadas son preciosos, pero la limpieza y el orden de las calles deja bastante que desear. Resultó un paseo breve porque apenas había comercios en la zona (al menos, no los vimos).

La vuelta al bullicio del centro de Düsseldorf nos permitió pasar por el Dreischeibenhaus, que es un rascacielos imponente de 95 metros y que, a pesar de haber sido construido en 1957, parece haber sido hecho antes de ayer. Nos costó encontrar donde tomar un café e incluso dónde orinar. En una cafetería nos dieron una clave secreta y nos explicaron cómo llegar hasta el WC, que se encontraba tres plantas por debajo en un centro comercial. El número era necesario para que el ascensor llegara hasta ese punto. Me sentí como el Superagente 86 con el horcate al rojo vivo. Los alemanes y sus cositas.

Cerca de las cinco y cuarto tomamos un tren en la estación central de Düsseldorf y en apenas veinte minutos ya estábamos en el centro de Leverkusen. Prometí al grupo no acercarme al BayArena -campo del equipo líder de la Bundesliga-, pero no dije nada de visitar la tienda oficial del club, que se encuentra en la calle comercial de la muy prescindible ciudad.

Leverkusen es una gran aspirina que se hizo ciudad en 1930. Sí, hasta 1930 no existía Leverkusen como tal. Su fundación obedece a la unión de las entidades locales de Wiesdorf, Opladen, Schlebusch, Lützenkirchen, Steinbüchel, Rheindorf y Bergisch-Neukirchen (Wikipedia dixit). Tiene una Iglesia protestante de principios de siglo resconstruida. También cuenta con un Ayuntamiento -al menos ponía que era el Ayuntamiento- que también hace las veces de aparcamiento y centro comercial. Se puede decir que tal vez existan edificios de cierta belleza en la única calle con vida (cerca de Wiesdorfer Platz), pero como sus fachadas no estaban iluminadas es una mera elucubración. Hay una panadería Merzenich, con un rótulo con unas letras muy singulares y también había -imagino que su presencia sería temporal- un carromato de una vidente llamada María y que te leía las manos a un precio módico. Estaba la ya mentada tienda del Bayer 04 en la que no me gasté demasiado dinero y la fábrica de la Bayer, que tiene una aspirina constantemente iluminada como reclamo para que se matice el humo de su funcionamiento. Del pasado nazi de la empresa Bayer se podría escribir mucho, pero baste con explicar que en su día se ocultó que el primer científico que sintetizó la aspirina fue un judío Arthur Eichengrün y que la historia oficial se la atribuyó a un ario puro como Felix Hoffman. Eso o que desde 1925 hasta 1951 Bayer formó parte de IG Farben, un conglomerado de industrias químicas alemanas que hicieron algunos trabajitos para Hitler como el desarrollo del Zyklon B, el pesticida con el que gaseó en los campos de exterminio. Lo mismo tras recordar esto la pastilla da más ardores de estómago.

Cerramos nuestro efímera estancia en Leverkusen marcándonos un bailecito por bulerías sin razón alguna y regresamos satisfechos a Colonia, donde cenamos falafel, hummus y shawarma con una excelente cerveza de Rosenheim y luego nos tomamos un cóctel a son de soul en el Soul Bar de Zülpicher Strasse. Aconsejable su ligero Tom Collins. Tras escuchar a Jermaine Jackson y a The Sylvers y con el cansancio acumulado en las piernas, la blanda cama de Moselstrasse tenía consistencia de nube. Apenas nos quedaba un día de viaje.

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