No va de fútbol. Viaje a Alemania II Coblenza y Bonn

No os fieis de Google en Alemania. Al menos, no lo hagáis en Nordrhein-Westfalen. Para su aplicación de mapas no existe la estación sur de Colonia. Ni para moverse por la ciudad ni, mucho menos, para llegar a otras ciudades. Tuve que mirar en el horario de trenes bajo una intensa lluvia mañanera y así, de manera súbita e improvisada, decidimos viajar a Coblenza. Y en los dados del azar salió un doble seis.

Coblenza fue durante la Guerra un centro de operaciones del ejército alemán y, por eso, la Royal Air Force británica la destrozó casi en su totalidad a bombazos. Se cree que un 87 % de la ciudad quedó devastada. Siempre he tenido curiosidad por saber cómo se calcula eso. Ninguna otra ciudad alemana tuvo un porcentaje mayor de escombros por habitante. Tal fue la cosa que incluso en 2011 tuvieron que desalojar a más de 40.000 habitantes de la ciudad porque encontraron una bomba de dos toneladas sin estallar que cayó en el Rin y que la falta de caudal hizo aflorar.

Sin embargo, Coblenza transmite más vida que muerte. Junto a la estación se encuentra la Iglesia del Corazón de Jesús y enfrente un grupo escultórico de niños en un viñedo. Tomamos el sentido lógico de la ruta y, tras transitar por una calle con comercios a muy bajo coste, acabamos en el rincón de las cuatro torres que se forma en la confluencia de las calles Am Plan, Altengraben, Löhrstrasse y Marktstrasse. Son cuatro edificios barrocos en origen a los que la cirugía estética se les ha aplicado con gusto y que no dan en absoluto el cante. El trazado de esa zona de Coblenza conserva el criterio de su pasado romano.


Se puede recorrer parte de la historia y leyenda de Coblenza a través del bronce de sus estatuas y placas. Como la del zapatero del siglo XIX “Resche Hennerich” que le daba por tocar el tambor alertando de manera inopinada a sus vecinos y a la guarnición prusiana. Acabó en la cárcel por gamberro, claro. El humor alemán es un tanto desconcertante. También hay un recordatorio de Goethe, quien se enamoró perdidamente durante su estancia en Coblenza en 1772 de una mujer llamada Maximiliane von La Roche y que vivía en un palacete en la montaña de Ehrebreinstein. El insigne escritor llegó a la ciudad con el corazón partido por las calabazas de la prometida Charlotte Buff y se fijó en la joven “Maxo”, que apenas tenía 16. Tampoco fue capaz de seducirla, pero Goethe la idolatró hasta hacer de sus ojos negros parte esencial de “Las penas del joven Werther”. Y eso que ya se había casado con otro señor.

El emblema de la ciudad es la pequeña “Schängelbrunnen”, que se le da un aire al Manneken Pis bruselense mejorado. Durante un par de décadas a caballo entre los siglos XVIII y XIX Coblenza estuvo en posesión de Francia y a los picaruelos se les denominaba entonces “Schang”, que no era otra cosa que el nombre francés “Jean” mal pronunciado. El pequeño que corona el modesto complejo escultórico de la esquina de la plaza Willi Hörter escupe agua cada equis tiempo mojando a los incautos. O eso dicen, porque en el tiempo que nosotros estuvimos allí tomándonos un buen tinto de uva riesling, no soltó ni una gota.

Pero para conocer del todo la historia de Coblenza debemos ir a la plaza Josef Görres. Allí una columna del escultor Jürgen Weber repasa dos mil años de historia partiendo de una barca báquica hasta llegar a la destrucción del 44 sin obviar la caza de brujas, las cruzadas, la época militarista prusiana… En una garita de madera colocada para protegerse del frío nos almorzamos un lángos húngaro y unas salchichas de unos puestos ambulantes regadas con cerveza en condiciones -es decir: no de la hecha en Colonia-.


La particularidad de Coblenza es su península conocida como el “Deutsches Eck” o rincón alemán. Su nombre responde a la presencia de un cuartel de la medieval Orden Teutónica en la confluencia de los ríos Mosela y Rin. De hecho, Coblenza se llama así por el término latino “Confluens”. En 1897 se inauguró allí un monumento gigantesco dedicado a honrar las glorias alemanas y que coronaba una estatua ecuestre del Kaiser Guillermo I, el impulsor de la unificación alemana. Y he escrito impulsor y no hacedor porque quien la construyó desde los gabinetes fue el Canciller Bismarck, un morfinómano y alcohólico capaz de desayunarse un faisán entero y que alcanzó los 143 kilos de peso. Bismarck, que desbarató la revolución de 1848 que pudo haber cambiado la historia de Alemania y tal vez del mundo, apenas dormía entre guerra y guerra. Hoy su figura, probablemente por su carácter militarista, se encuentra en un discreto segundo plano en el país que gestó. A fin de cuentas, tampoco le importaría mucho a alguien que dijo que lo importante no es escribir la historia sino hacerla.

Tras ver la Basílica de San Kantor, la FlorinsKirche y la Liebfrauenkirche dejamos para otro viaje el ascenso en el teleférico al Ehrenbreinstein porque se hacía de noche y queríamos conocer también Bonn. Viajamos gratis porque no pudimos pagar el billete en un tren atestado y con una calefacción mefistofélica. Los alemanes, que en sus cositas de reciclaje son un coñazo, no tienen mesura al darle al botón del calor. No había despacho o habitación a la que no le sobraran varios grados de temperatura. Otra incongruencia más de la nación que dice ser tan verde.

Bonn fue capital de la República Federal de Alemania entre 1949 y 1990. Se cree que fue escogida por su ubicación geográfica alejada del Este y por su carácter tranquilo. Le ganó la partida a Frankfurt precisamente porque todos eran conscientes del carácter transitorio de su capitalidad. Es decir, resultaría más sencilla arrebatarle esa condición una vez que Berlín volviera al redil. Los políticos acabaron acostumbrándose a esa urbe tranquila de provincias y, quién sabe, tal vez por eso Alemania se recuperó con tanta rapidez del desastre de la Guerra.

Por desgracia, los museos de la ciudad quedan alejados del centro. Me fastidió no poder ver el de la historia de la RFA, así que me tuve que consolar con conocer la casa natal de Beethoven. El compositor fue el segundo Ludwig van Beethoven. Tuvo un hermano con idéntico nombre que falleció tras respirar apenas seis días. Su padre fue un alcohólico que, tal vez por remordimientos, se volcó en que su hijo fuera el nuevo Mozart. Gracias a su insistencia -y al talento de Ludwig- consiguió una renta vitalicia del Arzobispo de Colonia y Príncipe Elector Maximiliano Federico a los nueve años para que no le faltara de nada al futuro autor de las nueve sinfonías. Beethoven no tuvo una vida fácil. Sufrió de dolores intensos de toda índole y una sordera que obligaba a sus visitas a que al llegar a su casa escribieran los temas de conversación. Tal vez por eso fuera célebre su mal carácter, aunque él decía que detestaba parecer un misántropo. En el museo se pueden ver las enormes trompetillas de las que se valía para escuchar. De hecho, la aplicación para móviles que se puede descargar te permite escuchar su quinta sinfonía en plenitud y con el tinnitus que parecía el genial compositor. Merece la pena la visita por siete euros.

En la Munsterplatz de Bonn se encuentra la estatua del hijo más célebre de Bonn y a unos pasos la tienda del producto más típico de la ciudad: las golosinas Haribo. Haribo es el acrónimo de Hans Riegel Bonn. Riegel empezó en 1920 vendiendo “Tanzbären” (ositos danzarines de gominola) y ya tiene 6.000 trabajadores y fama mundial. En el local se puede comprar todo tipo de recuerdos y, naturalmente, toneladas de dulces. Los ojos de Marina se abrieron como poseídos de un furor descontrolado cuando vieron al osito amarillo. A mí también, a quién vamos a engañar.


De Bonn también parece la pena su Basílica de San Martín -Munster-, que ocupa el mismo lugar de un templo romano del siglo I y presenta un estilo bastante ecléctico y también la Sterntor o puerta de la estrella, aunque tal vez pierda un tanto su encanto al saberse que su ubicación original no estaba allí y que su traslado obedeció a intereses meramente turísticos.

Terminamos nuestro recorrido en la plaza del Ayuntamiento de estilo rococó, desde cuyo modesto balcón han saludado las figuras más importantes del siglo XX. Kennedy, Gorbachov, De Gaulle o Mandela se asomaron en labores diplomáticas a esa acogedora plaza que tiene un encanto muy particular. Definitivamente, Bonn compensa.

A pesar de regresar agotados a nuestra base en Moselstrasse decidimos salir a dar una vuelta y conocer nuestro barrio. Para nuestra alegría, descubrimos un garito llamado “Roter Platz” de temática comunista muy bien tematizado y que servían cervezas rusas e israelíes así como Katchapuris georgianos y goulasch ucraniano. El ambiente, entre carteles del acorazado Potemkin y propaganda estalinista, resultaba de lo más fascinante así que nos pasamos nuestras dos buenas horas recreándonos. Mi cuñado Manuel me preguntó si un bar así hubiera sido factible en la Alemania del 39 y la cuestión es interesante atendiendo al pacto Molotov-Ribentropp. Elucubro que si lo hubieran montado unos soviéticos sería tolerable, pero si fuera cosa de germanos a buen seguro acabaría en Dachau antes o después. Resultó un digno final a una excursión a la capital de la República Federal Alemana. No nos excedimos porque el viaje seguía su inexorable curso.

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