No va de fútbol. Viaje a Alemania (I): Colonia

Hemos estado en Alemania.

Aterrizamos el jueves en el aeropuerto Konrad Adenauer. Adenauer fue un político alemán que pensaba que sus compatriotas eran como belgas con megalomanía. Como alcalde de Colonia, la ciudad que le homenajea con el nombre de su Flughafen, hizo todo lo que pudo contra el ascenso de Hitler. En consecuencia, primero sufrió y tras la Guerra fue recompensado por su sociedad con la cancillería. También, al parecer, inventó las salchichas de soja en tiempos de escasez. No sé si por esto merece castigo o recompensa.

Como hasta los propios operarios del Aeropuerto se encogían de hombros al preguntarles por la parada de autobús tuvimos que solicitar un Uber. Ekrem, su conductor, me confesó en alemán que se sentía comunista tras haber pagado diez euros por aparcar cinco minutos su furgoneta. Llegamos a la conclusión -compartida- de que Estados Unidos es el padre y Alemania es su hijo. Ekrem nos acabó invitando a su Samsun natal mientras relataba que su mujer es chilena. De paso, estafó con cierta habilidad a la compañía apagando su GPS. Al final tanto él como nosotros salimos ganando, pero ambas partes teatralizamos nuestra desazón. La nuestra era, en parte, real porque tuve que indicarle con mi GPS cómo llegar a nuestro destino.

Mosselstrasse 80, el hogar temporal que elegimos por booking, nos recibió con tres contenedores de basura en la puerta y un espejo que reflejaba desde el suelo la imagen de un contador desvencijado. Era la apariencia de un abandono controlado, lo que comprobamos con satisfacción tras girar la llave. Muy germano.

Conforme recorrimos los dos kilómetros de distancia que separan el sur de Colonia de la plaza Neumarkt el entorno fue mutando de pueblecito de provincias a urbe concurrida y de tonos grises. Tras el sabroso aperitivo de la Iglesia de San Mauricio y la del Corazón de Jesús, los edificios más cercanos al presunto casco histórico, en su inmensa mayoría reconstruidos tras la Guerra, carecían por completo de singularidad, demostrando urgencia más que estética. Además, las tiendas de la atestada Schildergasse son tan comunes y vulgares como las de cualquier otro destino y todo tipo de adorno -incluso con el reflujo de la Navidad todavía en el gaznate- está prácticamente excluido hasta de la imaginación. Un albanés a medio camino entre el folclore y la reivindicación tocaba su tambor ante la indiferencia generalizada. A pesar del gentío apenas se escuchaba el sonido de los pasos.

Intentamos comer en una pizzería en la que el camarero, una mezcla entre Tino Casal y un chamán de Mad Max, nos ignoró en varias ocasiones. Desistimos y acabamos en un restaurante algo kitsch apiñados en una mesa de tamaño claramente insuficiente. Ahí probamos la cerveza Reissdorf Kölsch, de un sabor amargo y plano y que debe ser servida según los cánones en vasos ridículos de 20 centilitros.

Tras almorzar llegamos a la Catedral. Ejemplo majestuoso de arte gótico y, de paso, referencia para los bombarderos aliados del 41 al 45 (lo de que la salvó Dios no se lo cree ni Él). La zona estaba tomada por la policía (luego nos enteramos de que detuvieron a tres tipos que pretendían volarla el día 31). Los agentes eran mostrencos de envergadura que imponían con sus armas automáticas, pero que ejercían desnaturalizados de guías turísticos. Por la amenaza terrorista no se podía acceder al templo salvo para los servicios religiosos. Desistimos temporalmente. El punto de información junto al Dom también estaba cerrado. Tampoco se podía visitar el Museo Romano-Germánico. A unos trescientos metros y en otro lugar casi oculto pudimos, por fin, conocer los horarios de las misas.

Nos quedaba hora y media de margen para visitar el DokuZentrum de Colonia, que está donde la Gestapo impuso su terrorífico orden en la ciudad desde que se lo comprara a un comerciante católico llamado Leopold Dahmen en el 34. El edificio sobrevivió, menuda paradoja, muy bien a la Guerra y por eso permite evocar con facilidad. Las tres plantas superiores explican y las dos subterráneas sobrecogen. En las mazmorras todavía se pueden leer los mensajes de los condenados. Retraté los mensajes de unos resistentes escritos en papel: “Kauft nich bei Nazis!” (“No compréis a los nazis”, emulando al “Kauft nich bei Juden” de los seguidores del del bigotito). También me caló la inscripción de dos soldados soviéticos llamados Savin y Yagoda: “Desde el 13 de enero del 44 hasta que nos hayan colgado”. Los alemanes usan múltiples términos para su necesidad de recordar para olvidar su pasado: “Vergangenheitsbewältigung (asunción del pasado)”, “Vergangenheitaufarbeitung (procesamiento del pasado)”, “Erinnerungskultur (cultura de la memoria)” y Kolektivschuld (culpa colectiva)”. Como para ellos, que casi todos tienen el retrato de un abuelo SS o de la Wehrmacht, hablar de “aquello” es tabú, encierran sus miedos a revivirlo en museos. Y no me parece mal.

Accedimos a misa de seis -y me acordé de mis abuelos y de los chocolates con churros de los domingos- en dos tandas porque me obligaron a dejar mi mochila en la consigna de la Estación Central que está justo enfrente. Me sentí sospechoso de algo cuando accedí y comprobé que a otras mujeres más blancas y/o más rubias sí les han dejado pasar con sus bolsos. Mientras unos cuantos rezaban otros trataban -tratábamos- de parecer lo menos turistas posibles. En la “Catedral Perfecta” (así la definió Arnold Wolff, el arquitecto que la restauró tras la Guerra) se cree que se encuentran los restos de los Reyes Magos. La rigurosidad policial evitó preguntas incómodas por los seis años de mi hija Marina.

Tras escaquearnos son sigilo y de puntillas en la recta final de la Misa sorteando fieles y sus velas, buscamos una instantánea desde el otro lado del Rin. El puente Hohenzollern, el que soporta más tránsito ferroviario de toda Alemania, está lleno de promesas de amor plasmadas en candados cerrados. Algunos, por pura estadística, ya no cerrarán compromisos. Pero nadie les devolverá a los desengañados los veinte euros por los que los venden en la tienda más próxima.

Cerca del puente hay una zona por la que los viandantes no pueden pasar aunque parezca una plaza. Unos operarios vestidos con reflectantes amarillos evitan que los curiosos transiten por lo que es un espacio diáfano. El motivo, que no se explica, es que ese suelo forma parte de la sala de conciertos de la Filarmónica de Colonia y los pasos interfieren en los ensayos de los músicos. Buen ejemplo de eficiencia germana.

Cerramos el primer día cenando en “Früh”, un restaurante cercano a la Catedral que ofrece tipismo y codillos a buen precio. El camarero, un panzón que como el monje Salvatore de “El nombre de la Rosa” hablaba todos los idiomas y ninguno, quiso pasarse de listo vacilándonos. No sé si no se percató de que entiendo alemán, pero se ganó una mirada matadora de Lole.

En el camino de vuelta a Moselstrasse 80 nos topamos con el edificio de la Fundación Kaufamannshof, que aprovecha el trazado de la muralla histórica romana y de una torre de vigilancia para mostrar una imagen esbelta y elegante. Fue un final amable para un día en el que Colonia nos decepcionó. Demasiados andamios y poca luz. George Orwell estuvo en la ciudad tras la Guerra y apuntó: “ Por doquier se podía verse a los miembros de la raza superior abriéndose paso entre los montones de escombros montados en sus bicicletas o corriendo al encuentro del carro de agua acarreando jarras y baldes”. Así que visto en perspectiva tampoco estaba tan mal. Afortunadamente, en unos días pudimos cambiar, en parte, nuestra primera impresión… (continuará).

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