Son las 23:59. Otras 23:59. Envidio la seguridad de quienes nunca dudan (aunque recelo con fuerza de los dogmatismos. De cualquier dogmatismo y más del interesado).
En estos días unos me han asegurado hasta la saciedad que el Córdoba en cualquiera de sus versiones -simplifiquemos términos y ahorremos tecnicismos: un Córdoba- iba a empezar la temporada como si nada hubiera cambiado. Otros, claro, también me han advertido para que de ninguna de las maneras me hiciera ilusiones con un final feliz que, en el fondo, supusiera el principio de algo nuevo.
Unos me han pedido que no crea a otros y otros que no crea a unos (no debían preocuparse: no suelo creerme todo de nadie).
En las últimas semanas he leído postulados contrarios a la realidad y a la lógica y he tenido que escuchar algunos planteamientos cínicos cuando no surrealistas. He observado a personas debatir sin criterio y a gente con criterio exponerse con demasiada vehemencia. Una guerra civil entre peleles. Porque eso somos todos los que seguimos el fútbol modesto: peleles exquisitos acostumbrados a que nos sacudan con saña y que siempre esperamos que alguien – ¿el Destino, Dios? – nos deje en paz.
Nos creemos importantes mientras hacemos cábalas sobre si en la categoría que lucharemos habrá 99 o 101 contrincantes. A mediados de agosto, cuando el pasado debería ser impulso o freno para el futuro, nos preguntamos qué pasará. Qué nos pasará, en el fondo.
Escribe Luis María Valero que su equipo, el Murcia, es el fanático de la intranquilidad. Al cordobesista añejo no le resulta en absoluto ajeno el sufrimiento. Ha vivido tantas decepciones y se le ha salido tantas veces la almorrana de apretar el culo que soporta casi todo con estoicismo. Es capaz -más de 7.000 solicitudes lo acreditan- de creer sin meter dedos en los costados. Son (somos) los campeones del sinsentido y de la soledad. Jamás me he sentido ni me sentiré tan solo como me siento en Córdoba, donde casi nadie ni casi nada parece de verdad. Y menos en El Arcángel donde los puñales siempre se clavan por las espaldas.

Cuando todo pase habrá quien se cuelgue una medalla por acertar y otros a quienes se les quiera colgar por fallar en su pronóstico. Durante un tiempo. O no. A buen seguro a los periodistas -los mismos que escribimos una revista de manera altruista para echar una mano al club– también se nos insultará por redes por contar lo que suceda o por no haberlo contado antes (pase lo que pase).
En el fondo, poco importará. Si para octubre -o cuando les salga de las narices a quienes deciden- el Córdoba está autorizado para jugar en la depauperada Segunda B todos estaremos más pendientes del rodar de la pelota mientras llueven demandas sin cesar que no ocuparán portadas. Si no, esas demandas también nos traerán enteramente sin cuidado (no habrá muerto que salvar) y volveremos al baile de siglas, cifras y plazos. A la mierda.
Auro clausa patent. El oro abre las puertas cerradas. Todo va de dinero. Si el mentiroso de León lo hubiera tenido nada de esto estaría sucediendo. Si González lo hubiera querido poner en su momento lo mismo el Córdoba hubiera regresado a Primera. Si los nuevos gestores lo tienen, este Córdoba -no sé qué apellido ponerle, pero tampoco es lo que más me preocupa- tendrá algo de viabilidad a la larga con o sin el beneplácito de la Federación.
Pero no sé nada. Únicamente sé que son las 23:59. Otras 23:59. “El equilibrio/ es saberse sobre la cuerda floja/ y, aun así, caminar/ con la mirada al frente,/ ignorando el abismo y sus reclamos” (Secreta arquitectura, Elena Feliu).
No sé si querré dejar de contar carreras en alambres. No sé si algún día me acostumbraré a regresar a los felices tiempos pasados cuando nos rechazaban estrellas mundiales como Dani Pendín, Congo o Chuli y nos peleábamos porque todos creíamos saber lo que más necesitaba nuestro -¿nuestro?- equipo.
Porque después de estos veranos sufridos ya nunca podremos recuperar la inocencia. Ya nunca volveremos a cambiar cromos sin valorar el precio de una puta estampita. Ya nunca podremos decir que no lo sabíamos. Ya nunca seremos aficionados o periodistas.
Apenas supervivientes. Productivos, eso sí. (Que no es poco).