“-¿Saben lo que es la teoría de Lorean? Se lo voy a explicar. Es la que explica que los proyectos tienden a juzgarse no tanto por la cualidad de aquello que producen como por la cantidad de financiación que reciben. Espero que eso satisfaga su pregunta”.
Los periodistas que cubrían la información de aquel club de Segunda se apretujaban en su modesta sala de prensa y pugnaban, como si se tratara de un presidente de gobierno cualquiera, por hacerle la primera pregunta. Sabían que aquel entrenador les daría el mejor titular. Era como madrugar para ir a una lonja.
Justo antes de explicar la teoría de Lorean, a aquel técnico le habían interpelado sobre si aún veía a su equipo con opciones de subir a Primera. Quedaban cinco jornadas para el final del campeonato y tenía cuatro puntos de desventaja con el último que disputaría el play-off. Los ordenadores de los plumillas echaban humo mientras sus rostros quedaban embelesados por la palabrería del protagonista. Nadie había osado desde la directiva cuestionar su trabajo, aunque el objetivo desde que le ficharon era ascender por la vía rápida. La prensa local, normalmente ácida, siempre había encontrado argumentos para defender su labor. Los directores de los medios estaban satisfechos porque sus palabras vendían y, además, él nunca rechazó una entrevista. A los seguidores, normalmente meros títeres, les habían envuelto en tan bello papel el fichaje de aquel entrenador que aún –y ya estaban en abril- no parecían ver realmente cuál era su idea de juego. Era un fútbol bonito, indefinido, matemático. Pero no estaban donde querían estar.
Aquel entrenador, antes de serlo, había estudiado Filología Hispánica e Historia. Y un master en protocolo. Solía recordarlo mucho más que sus magros logros –apenas tenía cuarenta años- sentado en un banquillo.
Terminó la temporada y aquel equipo no disputó el play-off anhelado. Cuando acabó el encuentro en el que habían perdido todas las opciones y le preguntaron, el entrenador respondió citando a Churchill:
“-Esto no es el fin. No es siquiera el principio del fin. Pero quizá sea el fin del principio”.
Y renovó, agradeciendo la confianza del hipnotizado Consejo de Administración. Y durante la pretemporada volvió a pedir fichajes. Más inversión. Más estudios de rendimiento. Más potencial. Todos los rivales, a su juicio, iban a ser más fuertes, más competitivos. El año iba a ser más duro que el anterior. Y el anterior no había logrado el objetivo.
Comenzó la campaña y, a pesar del dinero gastado, el equipo no arrasaba. Hacía la goma con los puestos altos. El entrenador comparó primero a su escuadra con un cuerpo humano que necesitaba tiempo para acoplarse a una prótesis. Luego apeló al infortunio como “esa clase de fortuna que nunca falla” (un aforismo de Ambrose Bierce que hizo suyo) y en una jornada en la que fue goleado contó la historia del rey birmano Tabinshweti, que fue decapitado por sus chambelanes cuando buscaba un elefante blanco ficticio.
Una tarde el representante de aquel entrenador recibió una llamada interesante. Era de un club de nombre impronunciable de la primera categoría qatarí. Mucho dinero para ambos. No dudó en transmitirla a su representado ni éste en aceptarla. Con lo cobrado, podría pagar diez veces la penalización por romper el contrato en vigor con aquel equipo modesto pero menos de la Segunda española que seguía deambulando por la zona media de la categoría. Raudo, y antes ni siquiera de llamar al presidente, convocó a través de los medios una rueda de prensa informal para dar a conocer su decisión. Su discurso comenzó así:
“-Me quedo sin palabras para agradecer vuestro apoyo”.