Elogio de lo inútil

Cuando se buscan porqués se olvidan con mucha frecuencia los para qué. Para qué vivimos, para qué trabajamos y para qué sentimos.

No sé por qué el otro día se juntaron un puñado de aficionados enfrente del estadio de El Arcángel, pero sí sé para qué. Personas de todas las edades y condiciones. Funcionarios todavía con la corbata anudada junto a habituales inquilinos de los fondos de chándal y gorra calada. Una masa informe y heterogénea que, una vez allí y sin saber muy bien cómo empezar, chillaron pacíficamente sus consignas y, con la misma tranquilidad con la que empezaron, se marcharon media hora después.

Son personas que combaten contra la naturaleza de su tiempo y contra la lógica. Contra el sentido común que dicta que lo que hacen no sirve para nada. Contra enemigos que minusvaloran su pasión de manera interesada e incluso correligionarios que desde la sensata comodidad de sus casas les intentan hacer ver que cualquier resistencia es inútil.

Porque, en realidad, lo es. Y lo saben porque no son imbéciles. Son conscientes de que la decisión de quienes mandan en el club que es parte irremplazable de sus vidas no va a variar ni un ápice en función de su voluntad o de la de diez mil más como ellos. Que mientras ninguno de ellos tenga el suficiente dinero para enterrar en él a quien les amenaza o a quienes amenazan a quien les amenaza nada será realmente diferente.

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Pero están. Porque creen que han de estarlo. Porque piensan que acudiendo a gritar en un páramo desolado y delante de unas oficinas vacías están cumpliendo con parte del contrato de fidelidad que un día, locos, firmaron con su equipo a cambio de nada. “Mi hijo estaba trabajando, así que yo ocupo su hueco”, me dice una señora llamada Consuelo.

Les envidio porque yo ya no creo que encontrara motivos. Cuanto más te acercas a la verdad (a cualquier verdad), peor aspecto tiene. Y ellos se han convertido en la insensatez que se echa en falta en un espectáculo en el que ya cuentan tanto los números que se han olvidado las letras con las que escribir los cheques. Son el pararrayos de la puta realidad. El mínimo recuerdo de lo que fuimos cuando, con menos motivos y todavía más ingenuidad, algunos nos recorrimos el centro del Córdoba quejándonos de la mala fe de un árbitro llamado Fidel.

Estuvieron rodeando el estadio cuando querían zafarse de otro gestor y estarán mientras no encuentren argumentos para no hacerlo con el actual. Y serán cincuenta, cien, mil… Locos, insensatos, inconscientes… y tan inútiles para el fútbol como respirar el aire para seguir vivos. No sé si me entienden.

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