La vida del primero

Ser el primero no siempre es lo mejor. Todo llegó después de que él llegara. La magra gloria y las mayúsculas decepciones tejieron el armazón de su personalidad. ¿Se imaginan toda su vida, hasta el final, sintiendo lo que sienten? ¿Son conscientes de cuántas canas más les caben en su pelo (si es que les queda)? ¿De cuántas arrugas como afluentes de lágrimas de pena y alegría les quedan por descubrir en su rostro?

Francisco Ramírez Lozano nació en Cabra siete años antes de que naciera la Liga, ocho antes del primer Mundial y treinta dos antes de tiempo. Sus padres gestionaban un taller de calzado de tanto éxito que hasta enviaba sus botines al extranjero. Al niño Francisco nunca le debió faltar materia prima para golpear sus primeros cueros. Sin embargo, la muerte de su padre complicó las cosas para los Ramírez, que vieron como el negocio quebraba coincidiendo con la inestabilidad de la Guerra.

Así que Francisco Ramírez emigró a la capital para trabajar en una fábrica de romanas hasta que su cuñado decidiera que ya estaba harto de sudar para calibrar y se marchara a Francia. Ramírez, con mujer y tres hijos ya por entonces, siguió buscándose la vida trabajando como carpintero en la célebre empresa Victoriano Villar, donde debió coincidir con Guillermo, el mozo de estoque de Manolete (si no lo hizo, imaginemos que sí).

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Años de estrecheces en los que empezó a llenar su ocio de fútbol. Ya no era útil como futbolista, pero sí se sentía muy capaz de serlo como aficionado. Del Deportivo. Entre el Estadio América y el novísimo Arcángel fue saciando su ímpetu disgustándose con presidentes y animando a sus ídolos. A los Eguren, Moreno, Jorge Sosa, Dimas, Imbelloni… A veces les querría y otras les odiaría. Como usted.

En 1954 Francisco Ramírez cambió de equipo por la única razón sensata para hacerlo: porque se murió el suyo. Y, cuando eso sucedió, fue el primero en seguir su estela y abonarse a lo más parecido que encontró. Tuvo que hacer las paces con sus rivales del San Álvaro y entender que de la unión nace la fuerza. Fue el primer abonado del Córdoba Club de Fútbol, aunque le dieran el número 42 para salvaguardar la memoria de los directivos de los dos clubes matrices. Aquello no le sentó bien, pero no impidió que le contagiara su enfermedad a sus tres hijos, a los que llevaba al fútbol en esos tiempos en los que la Liga entendía más de piedras que de tornos.

En su memoria se mezclaron días de Primera, tardes de Segunda y noches oscuras de Tercera. Cuando aquel autobús de línea se fue al río antes del partido contra el Levante y cuando El Arcángel se convirtió en piscina olímpica (y Municipal) por la lluvia.

Ni los años ni las frustraciones mellaron su fe. Organizaba viajes con amigos y familiares para seguir al Córdoba. El fútbol era más sentido que parte de su vida.

Hasta una tarde en Andújar.

El Córdoba jugaba contra el Iliturgi y Francisco Ramírez entendió que el árbitro del encuentro no estaba haciendo su labor correctamente. Es de presuponer que Ramírez le advertiría -no se imagina uno que lo hiciera de buena manera- antes de perder definitivamente los papeles y saltar en su persecución a la conclusión del encuentro. En plena fuga el colegiado se estampó contra un poste y Ramírez acabó detenido por la Guardia Civil y pasando la noche en el calabozo. Por su mala cabeza. Por el Córdoba, también sea dicho como eximente incompleta.

Francisco Ramírez recapacitó entre rejas y decidió parar (de mentirijillas). No se abonó para no pasarlo mal ni hacerlo pasar mal a su familia y siguió viviendo en la discreta intimidad de su hogar los partidos con la intensidad que debe hacerlo un aficionado. Sufriendo, sí, pero en privado. Fatigas cotidianas. Un ahogo que consume mucho más si no estás rodeado de quienes sienten lo mismo.

Pero que su nieto se abonara en la 95-96 fue demasiado para el ya anciano Francisco. Con 73 años volvió a su estadio, que ya no era el mismo, movido por los nuevos aires de grandeza (una grandeza, dicho sea de paso, que él no requería para sentir lo que sentía).

A Francisco Ramírez la salud le dio tregua hasta 2012 para ir al campo. Noventa años. Ya los firmaríamos (o no, según se mire). Eso sí, ni la edad ni los achaques le impidieron vestirse hasta el final como él más cómodo se sentía: gorra calada a la antigua usanza, camiseta con el logo de la paloma y bufanda de las que ni enfrían ni calientan. Se fue, el 10 de este mes, con las botas puestas. Dejó un yerno, un nieto y dos bisnietos abonados como herencia a su club.

Mañana, cuando se levanten para guardar un minuto de silencio en El Arcángel, que sepan que lo harán en honor al primero. Al primero de ustedes.

(Con el agradecimiento a Javier Castro, su nieto)

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