En Zaragoza era navarro, en Gijón y en Murcia era maño. En todas partes era rojo.
Andrés Lerín nació en Jaurrieta en 1913, pero a los trece años y tras un breve paso por el Tuledano se marchó a Zaragoza donde gracias a su poderoso físico de campesino –más de 1.90 de pura fuerza y espaldas para soportar yugos– encontró acomodo sucesivamente como portero en Iberia, Patria, Zaragoza, Español de Zaragoza, Escoriaza y –finalmente- en el primer Real Zaragoza.
Sus despejes de puños y sus salidas arrolladoras contribuyeron al primer ascenso zaragocista. Su leyenda se forjó en el campo de Torrero, pero al equipo lo bautizaron –civilmente, claro- en el anarquista campo del Júpiter. Allí, un periodista de Heraldo de Aragón llamado Miguel Gay escuchó a un aficionado catalán decir que era imposible meterle un gol al Zaragoza porque parecían “alifantes”.
Cuentan que tenía tanto carácter que muchas veces terminaba escoltado de las iras y las frustraciones de los públicos rivales. No se achantaba ante nada ni nadie. Ni lo hizo en toda su vida dentro y fuera del campo.
En la 35-36 logró, por fin, el ascenso a Primera con el Zaragoza tras vencer 5-0 al Girona. Ese año iba a ser fantástico, porque además y a pesar de jugar en Segunda el seleccionador Amadeo García Salazar le había convocado para dos amistosos ante Suiza y Checoslovaquia. Pero todo se truncó: no pudo debutar porque su pasaporte estaba caducado y el 18 de julio un General decidió empezar una guerra.

A Lerín el estallido del conflicto le pilló en Fuenterrabía de veraneo. Tras tomar Mola San Sebastian para los sediciosos decidió escapar a Francia para volver por Cataluña y combatir por sus ideales. Jugó para pasar el rato en el Badalona con Betancourt y Obiols, pero no le gustaba demasiado que cada dos por tres los partidos se veían amenazados por los bombardeos. No guerreó, pero colaboró forjando material de combate en la Fábrica Bomba Bloch. Con la Guerra perdida para sus intereses, se unió formalmente a la 43ª División (la llamada Gloriosa) para cruzar la frontera. En el campo de concentración de Saint Cyprien y con la libertad de un prisionero conoció “toda clase de enfermedades” según su propio testimonio, pero pudo hacer una amistad en Toulouse que le iba a arreglar su fichaje por el Tigre argentino. Sin embargo, su condición de proscrito para el nuevo régimen español le impidió la salida del país. Al menos, durante esos meses conoció –cantando jotas– a la enfermera Blanca Villar, que fue el amor de su vida.
Tras ayudar a fundar y luego jugar en el Perpiñán, decidió regresar a España con la cabeza todo lo alta que pudiera. No había cometido ningún delito, pero la Guardia Civil le esposó y su ideología fue sometida al examen de un Tribunal. Le escribió a su colega Samitier para que le echara una mano, pero no le hizo ni caso. Mientras se decidía su suerte estuvo retenido en un campo en Reus donde tuvo que aprenderse el Cara al Sol y gritar el Arriba, España con el brazo en alto muy a su pesar. Al final no le condenaron a cárcel, pero sí a cinco años sin jugar al fútbol (se quedaron en apenas uno por la intercesión de su amigo falangista de Tudela Aniceto Ruiz).
En la 42-43 regresó a un partido profesional en su equipo de toda la vida. Antes de la Guerra era un ídolo gigantesco, pero en el 42 era un “rojo al que había que colgar del larguero”. Su primer partido fue un doloroso 6-0 ante el Sevilla de O´Conell y Campanal. Apenas fue capaz de jugar tres partidos más y su equipo descendió.
Se fue a Gijón, pero a pesar de ascender con el Sporting no pudo continuar defendiendo su portería por las múltiples cartas anónimas que enviaban pidiendo su marcha y por la presión de un periodista fascista llamado Ulpiano Vigil-Escalera que puso en su lugar a un portero de su cuerda de la Cultural Leonesa. Tras competir dos campañas más en Murcia con idéntico cariño de su público se retiró con 38 años.
Trabajó como masajista del equipo de su vida, el Real Zaragoza, e incluso lo llegó a entrenar un partido de Copa del Rey en el 67.
Nunca, hasta su muerte, renunció a su convicción izquierdista radical. De hecho, contaba con orgullo que le ofrecieron trabajar en el Ayuntamiento pero no lo aceptó “por no traicionar mis ideas”. Rojo y navarro, maño y zaragocista. Deportista comprometido. Algo incompatible en la España rota por el 36.
Fuentes:
El deporte en la Guerra Civil, Julián García Candau (Espasa, 2007)
http://www.marca.com/reportajes/2014/02/el_poder_del_balon/2015/02/02/seccion_01/1422902154.html
Busca «file:///C:/Users/casa/Documents/Juan%20Carlos,%20el%20futbolista%20emprendedor.html» en Bing
Actualiza la página
Detalles
Me gustaMe gusta