Casualidad, o no, el reproductor de mi coche escogió de entre las canciones de mi móvil mientras iba hacia el campo una de Siniestro Total. “Todos los ahorcados mueren empalmados”. Sintomático.
Cada partido es la misma cantinela cansina. Antes, durante y después. Unidad –bla,bla,bla…-, apoyo –bla,bla,bla…-, necesitamos ganar –bla,bla,bla…-.
No niego que sean premisas ciertas y válidas, pero son huecas. En el Córdoba nadie asume realmente su culpa y no hay nadie que suelte un taco en público. Un “coño”, un “mierda”, un “me cago en todo”. Cuando un equipo está vivo, se queja. Cuando un grupo humano está muerto, recurre a perífrasis y a tópicos.

El Córdoba está en las últimas como club. En el campo sigue siendo incapaz de ganar y ya ha empleado a tres técnicos para intentar romper una racha que ya empieza a ser histórica –no vencen desde el ocho de octubre, diez partidos-. Ante el Rayo en la gélida matinal ofreció una primera parte de mentira y otra de verdad. Porque la verdad es que sigue sin defender. O sin defender bien, que es más o menos lo mismo.
Fuera del campo, pelea con la realidad como gato panza arriba. Pinta de verde el campo y las cuentas. Afirma que todo va bien cuando todo va mal. Dice que no se vende cuando se está deseando vender.
Unos cuantos aficionados quedaron para abrazar el estadio antes del partido como forma de sentirse vivos y de darse esperanza cara al futuro. No les unía nada que no fuera el escudo. No quieren verse en otra categoría –y no hablo de Segunda B-. En realidad, lo que hicieron fue besar la realidad y expresar que ante un problema los ojos no se pueden cerrar. Y el Córdoba es su problema. Para otros es, simplemente, su empresa. Una empresa que pasó de vender sueño a ofrecer humo. De vender ilusión a ofrecer pesadillas. De vender quimeras a ofrecer lo que menos le gusta al aficionado: cruda realidad.