“Le he dicho a mi padre
que uno no puede vivir
tantos mundiales como
cree durante la vida
Los noventa minutos más el tiempo de descuento de la final no son más que una espera de la muerte” (de “Mi padre es árbitro de fútbol”, Ida Linde)
En 2010 escribió Carlin en un artículo que “hay pocas cosas más desagradables para una persona que enfrentarse a sus prejuicios y verse obligado a reconocer que no tienen justificación”. Hemos llegado a un extremo en este mundo desnaturalizado, dogmatizado y lleno de complejidades sociales en el que cada sujeto parece que tiene que pedir perdón por ser y sentir.
En el fútbol, que es sobre lo que suelo escribir, más.
Esta semana se ha debatido en las redes y fuera de ellas sobre la vulgaridad de quienes en Málaga –fue en Málaga, pero pudo haber sido en Coruña, San Sebastián, Valladolid… o Córdoba- asistieron a la Rosaleda vestidos con la camiseta del Real Madrid para animar a este equipo contra el –teóricamente- de su ciudad. Se les ha querido retratar de aficionados de pacotilla o de advenedizos en un coto vedado para los sentimientos auténticos: justo los de aquellos que sufren por el fútbol.
Y no puedo estar de acuerdo. No me atrevo a estar de acuerdo.
Galeano decía que en el fútbol son mucho más numerosos los consumidores que los creadores. No hay un único tipo de cliente y, lo que es mejor, no hay una manera única de sentir este espectáculo.
Los aficionados al fútbol solemos ser devotos de la nostalgia. Tenemos claro desde la añoranza -¿qué quedaría en este universo sin la recurrente épica?- cuándo tomamos la primera comunión con nuestro equipo. Los más con una hostia, los menos con una victoria, porque casi nadie se engancha por las buenas. Y, ¿quién me dice a mí que mi hostia fue mayor o menor que la de un aficionado a otro equipo? ¿Quién me asegura, de paso, que yo soy más digno de chillar que un seguidor coreano o uzbeko del Barcelona?
Esto es cuando jóvenes, pero nos hacemos viejos también para el fútbol. Vázquez Montalbán contaba que con el paso de los años le resultaba más trabajoso “recuperar la camiseta del baúl de los disfraces” y que solo si se dejaba llevar “por ese gilipollesco niño que, según algunas mujeres ternascas más que tiernas, llevamos dentro” era capaz de regresar a “los códigos de una conducta militante”.
Por eso, el amor por un equipo, por mucho que no se discuta su eternidad, no es algo que se pueda someter a un estereotipo. Ser de un equipo implica –esto es de Javier Marías– someterse a un estado de ánimo determinado. El de la euforia de los que casi ganan siempre contra el de la melancolía de los que casi siempre pierden (el de la inmensa felicidad cuando se rompe la lógica merecería un capítulo aparte).
El fútbol, en consecuencia, no es patrimonio de ninguno de sus fieles. Ni de quienes se hacen callo en el pecho declarándose enamorados únicamente de lo suyo; ni de quienes se ponen la camiseta del equipo que gana; ni de mi amigo que abandona siempre El Arcángel –vaya como vaya el partido- en el minuto 85 para no pillar atasco-; ni de mi otro amigo que se baña en la piscina de su chalet con la bandera del Madrid cuando gana un título; ni de todos –y cuando escribo “todos” es “todos” en el sentido más amplio- los españoles que nos vestimos con la camiseta de la selección tres, cuatro o cinco veces cada dos años.
El fútbol es una nueva religión sobre la que ningún ilustrado diría a un hincha que su creencia se opone a la razón (Manuel Mandianes dijo esto), así que ¿por qué ser sectarios? ¿Por qué diferenciar entre seguidores de primera y de segunda únicamente por exhibir sus sentimientos verdaderos en el momento supremo?
Si algo he aprendido de haber sido aficionado, trabajador de un club de fútbol y (hacer de) periodista deportivo es que vale mucho más atender a los hechos que a los apriorismos. Que en el fútbol, probablemente como en la vida, ser y sentir son conceptos tan grandes que no se pueden juzgar con ligereza. Bueno, eso y que lo único que tendríamos que desterrar de este mundo es el concepto “parecer”. Porque las apariencias en fútbol, casi siempre, engañan.