Pobre estatua pobre (0-2)

La estatua de El Arcángel miraba a sus hijos sin poderse resguardar de la lluvia como diciéndoles “¿y a mí qué me contáis?”. La estatua de El Arcángel, hierática y mayestática como casi todas las estatuas del mundo, ha visto pasar tantas cosas desde que fue colocada en esa atalaya privilegiada que tal vez prefiera tener los labios sellados. La estatua de El Arcángel tiene alas, pero no vuela; tiene lanza, pero no pincha; tiene piernas, pero no puede jugar de central.

Trescientos fieles más o menos protestaron ante la mal llamada Puerta Cero del estadio (como todas, porque todas tendrían que tener nombre y apellidos); unos cuantos más –todos los presentes en el campo menos los cordobesistas que o bien no sienten o no padecen por su club o bien viven muy bien a su costa– levantaron su mano agarrando en ella su pañuelo para desaprobar una gestión nefasta. Negligente. Inquietantemente inmovilista. Oscura.

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Antes de esa protesta masiva –que fue en el minuto 54- ya habían pasado muchas cosas. Por ejemplo, que la megafonía del estadio tuvo que funcionar a máximo rendimiento para acallar los silbidos con los que –en lugar del himno- fueron recibidos los jugadores; que durante un rato los de Carrión jugaron tan bien al fútbol que decidieron que meter la pelota en la red era superfluo; que los mismos que tan bonito fútbol hicieron ya habían cometido dos errores individuales que podrían haber decantado la balanza del lado de los visitantes mucho antes (cosas que se olvidan al hacer los balances de los encuentros: a pesar del dominio, las oportunidades más claras fueron del Huesca).

Y después del 54’, claro, drama. Otra vez. Al Córdoba le expulsaron mal un jugador –Aguza- y luego perdió a su teórico suplente porque éste –Luso- perdió la cabeza protestando. Con uno menos, claro, al Huesca solo le faltó tirar de oficio y de la calidad de sus atacantes para llevarse el encuentro. Como todos. El mismo jugador -Vadillo- metió los dos goles, aunque en ambos fue clave su mejor futbolista, Samu Sáiz. Uno de los muchos que podríamos haber incorporado este verano pero que no vinieron.

Al final, la suma expresión de la tristeza en un estadio: el silencio, las gradas vacías y la lluvia cayendo sobre el cemento y el plástico. Y El Arcángel, la estatua, quieta y firme en su mismo sitio. Si hubiera podido andar, ella también hubiera bajado de su pedestal para pedir responsabilidades. Pero tal vez también ella puede considerarse una empleada del club.

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