Nuestro campo es nuestro hogar. Más que eso. Para muchos, es el único lugar del universo en el que sentirse libres. Como aquel Silvio, “Filózofo de la madrugá”, del que contaba Montero González que cuando estaba cocido le pedía a un taxista: “Ar Sanshe Pijuán. Y llegado al estadio, pedía al taxista que pusiera las largas. Pofavo, enfoque bien er ezcuo. Y allí que se quedaba el tío, a dormir la zorra, con el escudo del Sevilla brillando en la madrugá de sus sueños”.
Nuestro verde, aunque a veces parezca marrón, es la casa en la que no dormimos, pero en la que siempre estamos soñando. Porque todos los campos son teatros de los sueños, únicamente cambia el objeto de nuestros deseos (nunca más humildes por menos lujosos que sean).
Nido de cáscaras de pipas donde se mecen adolescencias rebeldes a golpes de insultos y de improperios. Árbitros siempre cabrones. Malos desde cuando decidieron vestirse de negro como santo se hace el que porta una aureola. Espacio inadecuado para la reflexión, poblado de vociferantes que se encargan cada dos semanas de destrozar la utópica visión expuesta en su Homo Ludens por Huizinga (es decir: terrenos de juego como “mundos temporarios en el seno del mundo habitual, concebidos y a veces acondicionados para un mejor desarrollo del juego”).
Dendritas hiperactivas esperando morder una y otra vez la magdalena proustiana; sinestesia redonda y pérfidos recuerdos de un pasado siempre peor, pero que por supuesto nos parece siempre mejor porque es el nuestro (“Tu edad de otras edades se alimenta”, que le escribiría a Maradona Benedetti).
Es el campo –nunca estadio-, ese enjambre que empequeñece. Que invita a la boviscopofobia –el miedo a sentirse parte de una manada- descrita por Foster Wallace o que aconseja a cualquier narrador deportivo a chillar como si estuviera enviando una señal de auxilio (“Goool, goool –sáquenme-de-aquí-que-me-ahogo mientras se busca con rapidez quién y cómo lo marcó- anotó Fulano para el equipo mengano”. Y el resultado de turno).
Lugar de reunión en el que, como toda ágora, uno ve gente amable y gente detestable. Los parientes futboleros, que también existen, pueden ser muchas veces un “hatajo de gente fastidiosa” (en palabras del Algernon de Wilde, a quien probablemente no le gustara el fútbol) o bien los mejores instructores de lo que realmente es la vida en crudo. Filósofos tocados con una bufanda como un cura se adorna con una estola y que se consideran capacitados para mandar sobre los que mandan, sobre los que dirigen, sobre los que juegan, sobre los que juzgan y sobre quienes lo cuentan. Y tal vez así sea porque todo el tinglado que se ve en esas catedrales –da igual, y vuelvo al comienzo que en un campo quepan mil o cien mil, todos son tierra santa– es –debería ser- para su total satisfacción. Quien lo siente (no quien paga) manda.
Campos a los que ahora les cambian los nombres para sacar más pasta si cabe –“¿Qué es robar un banco comparado con fundar uno?”, Brecht-, pero a los que los aficionados les seguirán llamando por su nombre. O mejor, sin llamarlos de ningún modo. Porque cuando uno va a su casa no dice siempre la dirección a la que se dirige. Y hemos quedado, al menos yo así lo pienso, que cuando uno va a su campo siempre va a su casa. ¿O no?
«… sólo existe el templo. En este espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exibe a sus divinidades.», dice Galeano. «La cancha», decimos los hinchas sea cual sea el nombre del estadio. Excelente artículo, Toni, porque al final, nuestra casa es ese sitio al que siempre queremos volver. Un abrazo enorme
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Muchas gracias, Cristina. Así es: nuestro campo es el lugar donde mejor y peor lo pasamos cada dos semanas. Otro abrazo¡¡ 🙂
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