Magdalenas proustianas cubiertas de una capa de almíbar que aún nos aísla de los muchos malos momentos. Días de transistor y de pataletas. Imposibles derrotas que devienen posibles por culpa de antihéroes de serie b que luego se convertirían, a su vez, en tuercebotas cuando se enfundaban la nuestra. Pasta, promesas rota, maletas… el cielo nos pillaba tan lejos, que ninguno, como en el Nueva York de Jardiel Poncela, mirábamos a lo alto. Así eran, así son, las promociones de ascenso a cualquier categoría, en todos sus formatos y nomenclaturas (liguillas, play-off, fases de ascenso…).
Recibí mi confirmación como aficionado del Córdoba el 28 de mayo del 95. Ese día jugábamos en Castellón el primer partido de la “liguilla de ascenso” a Segunda. Teníamos un plantillón. El ágil hispano uruguayo Viña, al que habíamos birlado al Jaén, en la portería; el fino carrilero Algar por la derecha, “Papá Peluco” (así le llamaba un amigo mío) Dani y Rícar de centrales, el gallego Javi Prieto de lateral zurdo (y, cuando no, el actual Director Deportivo, Emilio Vega); un elenco de rematadores como Manolito y Víctor Bermúdez y un grupo de genios díscolos y de personalidad intransferible como Valentín, Quini, Quero y el Maradona de Lebrija Pepichi Torres.
Después de dominar con cierta comodidad la temporada regular éramos los grandes favoritos a subir en un grupo en el que, aparte de los orelluts estaban el modesto y desconocido Mensajero y el casi arruinado Sestao.

Seguí el partido de Castalia por la radio en un sofá al que luego, para mis adentros, siempre identifiqué con el pinchazo. La cosa pintaba bien según contaban. Además, Fenoll –un centrocampista que nos sonaba por su paso por el Valencia- fue expulsado en el minuto 30. El Córdoba, que con Crispi jugaba hasta con seis hipotéticos defensas en el once, se vio obligado a mandar y a fe que lo hizo, pero sin tino (o con mucho acierto del portero bigotón Fernando Peralta). Recuerdo que primero perdí los nervios, luego la fe en ganar y, por último, perdí –perdimos- el partido. Fue por culpa del tristemente célebre gol de Fermín –nada que ver con el del 72-. El bendito youtube me ha permitido verlo más de veinte años después. Y fue, tal y como nos contaron, un churro. El disparo del asturiano rebotó en Algar y despistó a un vendido Viña.

La inesperada derrota desató la ira de Rafael Gómez (inventor del «Con el Córdoba, a Primera» obviando que aún debíamos llegar antes a Segunda) , pero una semana después un autogol del sestaotarra Karmona en la portería del fondo sur de El Arcángel –se me quedó grabada la alborozada celebración en aquella zona del campo de un aficionado algo afectado que pronunciaba con un seseo muy característico el nombre del estadio de San Lázaro (y lo nombraba mucho)– le dio una vida extra a un Crispi que terminó de caer unos días más tarde en Las Llanas cuando los vascos le devolvieron la moneda con un tremendo derechazo de Solaun.

El Córdoba se quedaba a tres jornadas del final de ese play-off sin entrenador y casi sin opciones. Al rescate acudió el bueno de Juan Verdugo, que tuvo ángel con su primer encuentro ganando al Castellón -2-0, los dos de Manolo, en un partido duro con tres expulsados-, pero se le escapó el ascenso en uno de los Waterloos del cordobesismo: el Silvestre Carrillo de La Palma.
La leyenda dice que se intentó comprar ese partido. Igualmente, que se desestimó a última hora ante la teórica superioridad técnica de los nuestros. El Silvestre Carrillo era –es- uno de los campos más singulares del mundo. Construido en la ladera de una montaña, el lugar tiene el aspecto de una auténtica tumba deportiva. Un aviso efectivo podría haber sido lo que dijo Jorge D’Alessandro, técnico de un Atlético de Madrid que, en Copa, no pasó del empate a cero allí mismo: “es un equipo muy bien ordenado y bien colocado” (no es que fuera muy explícito, tal vez el propio resultado podría ser suficiente aviso). Otra advertencia interesante hubiera sido el 6-1 que encajó el Castellón unos días antes (4 goles de Puente), pero nadie temió de verdad en El Arcángel que un técnico barbudo y con gafas de sol setentera llamado Pacuco pudiera ganarnos la mano. Y vaya si lo hizo. Si en Castellón fue Fermín y en Sestao fue Solaun, en La Palma fue un jugador llamado simplemente Rafa. No cabe mayor traición del Arcángel protector. Un gol suyo en el minuto 54, el mismo en el que ahora se festeja la refundación del club, bastó para cortar de raíz las aspiraciones blanquiverdes. Esa derrota me sabe a bollicao y Súper Nintendo. Me devuelve a mi cuarto-leonera y a los malos ratos en compañía de otros más o menos incipientes cordobesistas. Fue mi primer gran sofoco. Mi primera caída del caballo. Y dolió de verdad.
P.S.: por supuesto, el equipo que ascendió en ese play-off fue el que menos se esperaba. El Sestao Sport empató en Castalia y dio el salto a una Segunda en la que apenas duró un año antes de volver y, de paso, desaparecer por culpa de 140 millones de pesetas de deuda. Era el Sestado de Blas Ziarreta y de un Aitor Bouzo que allí parecía Rummenigge y que cuando se vistió de blanquiverde al año siguiente, desnaturalizado y lejos de la orilla de la Ría y del ambiente de Las Llanas, se convirtió en un experto en salir desde el banquillo anotar goles postreros de cabeza exhibiendo una particular técnica. Un año apenas duró aquel cántico de “Meter a Bouzo” (en puridad lo que gritaban sonaba a “meter al Bonso”). Tiempos.