En 1939, un joven empresario que antes había sido un modesto futbolista, Ferruccio Novo, tomó las riendas de un equipo de fútbol en Italia con la firme idea de revolucionar el juego. El club se llama AC Torino, aunque pronto todos los italianos lo conocerán como Il Grande Torino.
Novo no es un mecenas, pero sí es un tipo listo. Se asocia con los sabios Vittorio Pozzo –el hombre que hizo campeona del Mundo a Italia– y con el húngaro Ernó Erbstein –con éste lo hicieron de manera muy discreta para burlar las leyes racistas de los fascistas en el poder-. Entre los tres diseñan un método primero que luego transformaron en sistema. En una Italia que ganaba a base de patadas e intensidad, aquel Torino apostó por la innovadora WM, una especie de fútbol total en el que los cerebros Castigliano y Rigamonti se entendían a la perfección con los extremos Mazzola y Menti para que éstos le sirvieran medidos centros al más tosco pero efectivo Gabetto.
Es necesario recalcar que aquel equipo resistió a una Guerra, toda vez que Mussolini entendía que los profesionales del balón servían mejor a su patria lejos del frente. De hecho, durante aquellos tiempos de odio y desgracia, la sinfonía que debían dar cada dos semanas en el ahora en ruinas Stadio Filadelfia (donde permaneció invicto 93 partidos seguidos) ha evocado poemas como el del periodista Angelo Padoam. Una estrofa: “ Un monito, un messaggio ed un pensiero/ di vita e di speranza/ nel nome dello sport, ma quello vero/ che tutti ci riunisce in fratellanza!” (“Una advertencia, un mensaje y un pensamiento / de la vida y la esperanza / en el nombre del deporte, pero la real / todos los que conocemos en la hermandad !).
El Grande Torino consiguió los Scudetti del 43, 46, 47 y 48 (y porque en el 44 y 45 se paró la competición). No conquistó ningún torneo europeo por la sencilla razón de que aún no se habían creado, pero todo el mundo lo consideraban el mejor club del mundo. En su mejor momento, su once tipo lo formaban Bacigalupo; Ballarin, Maroso; Grezar, Rigamonti, Castigliano; Menti, Loik, Gabetto, Mazzola y Ossola.
Naturalmente, la selección azzurra se nutría de aquel equipo que arrasaba. En 1947 en un choque ante Hungría incluso fueron alineados de inicio diez jugadores del Torino. El último encuentro de aquel combinado italiano tuvo lugar en España. Fue el 27 de marzo de 1949 en el Estadio de Chamartín. Ambos equipos se preparaban para el Mundial del año siguiente. En el combinado de Eizaguirre había muchas dudas, que aumentaron tras el resultado. Los visitantes, por su parte, partían como grandes favoritos para ser campeones junto a los brasileños. Italia no sólo ganó, sino que hizo de embajadora de otro tipo de fútbol. En la crónica del Mundo Deportivo se puede leer que la forma de practicar la WM del conjunto italiano convencería “al más empedernido detractor” porque se pasaban el balón “al milímetro”. Los 80.000 espectadores del estadio capitalino se frotaban los ojos ante un juego que aunaba esa precisión con la ancestral dureza del calcio. El cronista únicamente salva de la quema a Gonzalvo III de la nacional (llamarla ‘la roja’ en el 49 debía ser jugársela).
Lorenzi adelantó a Italia, llegó a empatar Gaínza, pero Carapellese (un golazo que hubiera firmado Maradona) y luego Amadei pusieron el 1-3 definitivo. En el resumen final de la crónica de Mundo Deportivo hay un párrafo esclarecedor: “Hemos visto a un equipo de fútbol. Uno que practica un fútbol al que forzosamente hemos de amoldarnos si queremos volver a ser lo que fuimos”.
Menos de dos meses después, el 4 de mayo del 49, el Grande Torino jugó su último partido en Lisboa ante el Benfica para el partido homenaje a Chico Pereira, que era amigo de Mazzola, y, al regresar, todo el primer y el segundo equipo se dejó la vida al estrellarse junto a la Basílica de Superga, en la colina homónima. El propio Vittorio Pozzo tuvo que ir a identificar los cadáveres.Terminó aquel campeonato jugando con juveniles –le quedaban cinco jornadas- y ganándolo porque sus rivales también decidieron jugar con sus reservas en un gesto caballeroso.
Italia se partió de dolor y, quién sabe si por lo sucedido, optó por encerrarse durante décadas en su catenaccio práctico pero menos estético y atractivo. Aquellos 160.000 ojos españoles de Chamartín pudieron sentirse privilegiados de ver la penúltima lección de aquel equipo que quiso revolucionar el fútbol y al que un maldito accidente le llevó precipitadamente a ser leyenda.
Fuentes:
http://www.marca.com/2011/02/08/futbol/futbol_internacional/calcio/1297168151.html