El espíritu de Garibaldi nació y murió el 3 de julio del 90 en Nápoles sobre un terreno de juego. Fue la tarde en la que se enfrentaron las selecciones de Italia y de Argentina. Eran las semifinales de la Copa del Mundo y aquel partido no regaló detalles de exquisita calidad, pero entró por la puerta de honor en la historia del fútbol por todo lo que significó. De paso, puso fin a las Notti Magiche (noches mágicas), que había sido el sobrenombre con el que se conoció el Un’estate italiana, la canción oficial del campeonato, que interpretaban Gianna Nannini y Edoardo Bennato.
Italia llegaba al choque después de haber ganado sus cinco partidos previos. Todos en el Olímpico de Roma: 1-0 a Austria, 1-0 a Estados Unidos, 2-0 a Checoslovaquia, 2-0 a Uruguay y 1-0 a Eire. Walter Zenga no había recogido ningún balón de su portería merced, en gran medida, a la extraordinaria línea defensiva que formaban Bergomi, Ferri, Baresi y Maldini. Además, Azeglio Vicini, el entrenador de perfil bajo encargado de llegar a su selección en tan importante cita, había hecho de sus carencias virtudes y ante el mal momento de sus estrellas Vialli y Carnevale encumbró a un joven Roberto Baggio y al semidesconocido siliciano llamado Toto Schilacci –El Salvador de Italia, como fue conocido-. Schilacci saltó al campo desde el banquillo ante Austria y marcó, lo que le permitió ser titular ante todos los demás rivales y a todos, menos a los Estados Unidos, les marcó. Acabó siendo el máximo goleador del torneo tras meter un penalti en el partido por el tercer y cuarto puesto ante Inglaterra.
Pero esa tarde Vicini no vio nada claro. Ni el cambio de escenario de Roma a Nápoles ni el rival. La Argentina de Maradona no tenía la calidad de la que se llevó el Mundial en el 86, pero conservaba el carácter de su técnico, Bilardo, y la zurda de su barrilete cósmico. Nadie daba un duro por ellos cuando cayeron en el partido inaugural ante Camerún ni menos cuando, tras quedar terceros en su grupo, les tocó en octavos Brasil. Pero su orgullo, amor propio, un sprint del fino velocista melenudo Canniggia y un poco –dicen las malas lenguas- de Rohypnol disuelto en las botellas de agua que les ofrecieron a Branco y Valdo, dos de las estrellas amarelas, hicieron posible el milagro. En los cuartos, sufrieron muchísimo ante la Yugoslavia que había eliminado a España, pero en los penaltis surgió la figura del portero Sergio Goycoechea. Goycoechea era el portero suplente habitual de Nery Pumpido, que se lesionó ante la URSS en el segundo partido del torneo. Sus paradas en esa tanda a Brnovic primero y a Savicevic después le dieron moral y confianza. El de Racing de Avellaneda se sentía importante y estaba listo para lo que le viniera.
Por lo expuesto, Italia era favorita. Además, en Nápoles no sentaron bien las palabras de Maradona, que quiso sacar petróleo de su fama usando la política. El Pelusa dijo: “Me disgusta que ahora todos les pidan a los napolitanos que sean italianos y que alienten a la selección… Nápoles fue marginada por el resto de Italia. La han condenado al racismo más injusto”. Por si fuera poco, la prensa de Buenos Aires reservó grandes titulares para aquel “duelo” entre Argentina y “los italianos del norte”, como les llamaron. Sin embargo, el espíritu irredento del risorgimento se apoderó de los sureños quienes se pusieron, mayoritariamente, del lado de la azzurra. Eso sí, Maradona contó en su biografía “Yo, el Diego” que “al salir a la cancha recibí un aplauso y pude leer: ‘Diego en los corazones, Italia en los cantos’ o ‘Maradona, Nápoles te ama, pero Italia es nuestra patria’. El Himno argentino, por primera vez, fue aplaudido desde el principio hasta el fin; para mí, eso ya era una victoria…”. Curiosamente, San Paolo no se llenó, hubo tres cuartos de entrada a pesar de haberse vendido todas las entradas.
Vicini fue demasiado prudente de inicio. Dejó en el banquillo a Baggio para darle una última oportunidad a Vialli y confió su suerte en el ángel de Schilacci arriba. Y la fortuna le fue favorable, al menos de inicio. A pesar de que Argentina llevaba el peso del encuentro, el siciliano se aprovechó de un mal despeje de Goycoechea para marcar en el 17’, conduciendo la semifinal por el guion previsto. El dominio del juego, no obstante, no cambió de manos y los italianos apenas eran capaces de defenderse sin dar muestras de poder sorprender a su rival. La salida del campo de Calderón, que no estaba aportando mucho, mejoró aún más a los argentinos, que obtuvieron su justa recompensa tras un centro del vasco Olarticoechea que cabeceó Canniggia –por cierto, jugador entonces del Atalanta de Bérgamo- ante Ferri y Zenga, que cantó en su salida. Era el primer gol que encajaba la selección transalpina en todo el torneo. Y fue letal.
Antes del final de la primera parte de la prórroga –ojo: duró 22 minutos ese primer tiempo añadido-, el árbitro Vautrot –el mismo que pitó el Argentina-Camerún- expulsó de manera algo gratuita a Giusti por una supuesta expulsión a Baggio, pero los argentinos aguantaron estoicamente incluso teniendo opciones de marcar.
Llegada la cita en los once metros, los argentinos siempre tuvieron las de ganar. Primero porque su portero ya había superado una tanda anterior y estaba entrenado mentalmente. Segundo, porque los dos especialistas de los italianos –Ferri y Schillaci– acabaron tocados el partido y no estaban aptos para lanzar los penaltis.Y tercero… porque Maradona no iba a fallar como falló en la tanda ante Yugoslavia. Cuando el Diez anotó el suyo con una clase majestuosa, casi cediendo la pelota a la red, Goycoechea ya había adivinado y desviado el lanzamiento de Donadoni. Sólo quedaba por chutar el suplente Aldo Serena y el portero de la albiceleste volvió a acertar. Argentina estaba en la final.
Faltaba un factor más. Cuando terminó de narrar los penaltis, el bonaerense Marcelo Araujo lo contó: “se abrazan Bilardo y Pamaché, que nunca ha perdido por penales, por eso Bilardo estaba a su lado”. Se refería al segundo técnico de su selección, fiel del Narigón desde que jugaban juntos en Estudiantes.Tomás Guasch reflejó sin ambages la justicia del pase de Argentina en su crónica para Mundo Deportivo: “en ciento veinte minutos bravísimos, Maradona y los suyos borraron todo lo que de gris y mediocre habían protagonizado en el torneo”.
Fue tal vez el partido más significativo de ese Campeonato bastante justo de calidad. La Nápoles maradoniana lloró un poco por Italia antes de tifar incondicionalmente por su dios en la final de Roma ante Alemania. Una final, por cierto, que se decidió por un absurdo penalti. Esta vez en contra de los intereses argentinos. Pero eso fue otra historia en la que ya Garibaldi no tenía nada que ver.