Hubo una época no muy lejana en la que, en lo futbolístico, Italia dominaba el mundo. En los ochenta y noventa del siglo pasado suyo era el dinero, suya la ambición y suyos, en consecuencia, los clubes que atesoraban a los mejores futbolistas del planeta. En ese magma hubo un año en el que la lógica del dinero cedió ante el inextricable rodar del balón. Una cosa parecida a lo que está haciendo el Leicester esta temporada en la Premier. 1985 fue el año en el que un club de una ciudad que no era ni capital regional se llevó el Scudetto.
Nunca había sido nada el Hellas en Italia hasta principios de los ochenta. Apenas dos títulos de la Serie B, el último en 1982, lo que evidenciaba que –a pesar de sus muchas temporadas entre los mejores- no había pasado jamás de ser de la clase media. El director deportivo, un mito del club como Emiliano Mascetti y el entrenador Oswaldo Bagnoli habían tomado el equipo en Segunda y lo ascendieron en su primera temporada. La buena sintonía entre ambos resultó determinante en el éxito final. Como le confesaron a Guillermo Uzquiano en el reportaje que Fiebre Maldini realizó al respecto: “Sólo una vez no estuvimos de acuerdo en la idea futbolística de un jugador”.

El reto era, un año más, la permanencia. Contaban para lograrlo con una plantilla formada principalmente de retales de otros equipos. Desde el portero, con un ligero sobrepeso, Garella de la Sampdoria hasta los juventinos Fanna y Galderisi, el romanista Marangon o el interista Tricella. Todos fueron capaces de dejar a un lado la púrpura y vestirse de jornaleros, liderados por las tres grandes estrellas del grupo: Volpati, Briegel y Elkjaer Larsen. Volpati y Briegel eran incansables en el centro del campo. Uno era el alma mater de la entidad –allí disputó 165 encuentros- y Briegel un alemán muy fuerte físicamente que acababa de firmar procedente del Kaiserslautern y al que probablemente recuerden por sus medias bajadas y por esa carrera estéril que se pegó en la final del Mundial del 86 persiguiendo a Burruchaga antes de que colara el tanto del triunfo argentino. Quisieron firmar a otro alemán como Mathaus, pero se lo quitó el Bayern. Elkjaer Larsen tal vez fuera su jugador más conocido. Integrante de la Dinamita Roja, se entendió a la perfección con Galderisi en punta y epató con su velocidad y regate. Quería olvidar en Verona que su fallo en el penalti de las semifinales de la Eurocopa le había costado a su selección el pase a la final que luego perdió España.
Tras el ascenso del 82, un cuarto puesto y dos finales de Copa en los dos siguientes años ya advertían de su progresión, pero nada hacía presagiar lo que sucedería en esa 84-85. Con un innovador 3-5-2 como planteamiento y su condición de outsider –lo que implicaba la total ausencia de presión-fueron acarreando puntos casi sin darse cuenta. Comenzaron ganando 3-1 al Nápoles de Maradona en el Marco Antonio Bentegodi. Luego cayeron la Juventus de Platini–en ese partido Elkjaer perdió una de sus botas en un regate y terminó marcando con su pie descalzo– y la Fiore de Sócrates. Antes de la primera vuelta dos goles en los últimos minutos de Marco Pacione para el Atalanta y de Colombo para el Avellino estropearon levemente su gran inicio. Aun así, era líder y había encajado apenas siete tantos en 15 choques.
En ese momento de pequeña crisis fueron más conscientes que nunca de que podían lograrlo. Y fueron un auténtico equipo. Su moral quedó demostrada, para sorpresa de todos los medios, cuando fueron capaces de sobreponerse en la jornada 18 en Udine a la pérdida de una ventaja de tres goles (de 0-3 a 3-3). Acabaron ganando 3-5. Después de eso, empataron con Inter y Juve y le metieron tres a la Fiore a domicilio.
En el tramo final apenas el Torino de Aldo Serena, el único equipo que les venció junto al Avellino, les aguanta el ritmo. De hecho, fue el único que les superó en el Bentegodi. Tras un sufrido triunfo ante el Lazio y un empate frente al Como, el 12 de mayo en Bérgamo ante el Atalanta tenían los veroneses la primera oportunidad de proclamarse campeones. Sólo necesitaban empatar. Y no fallaron.
Los bergamescos se adelantaron, pero Elkjaer Larsen igualó el partido poco después del descanso. El marcador no se movió, porque para ambos –el Atalanta ocupaba un tranquilo puesto en mitad de la tabla- era un buen resultado.
Los gialloblú lo celebraron como si no tuvieran un mañana. Hicieron bien en aprovecharlo, porque desde entonces el Hellas no ha quedado ni cerca de repetir su gesta. Desmantelado el equipo de Bagnoli –técnico al que, dicen, no contrató por sus tendencias izquierdas Berlusconi para el Milán-, mantuvieron su prestigio una década hasta que cayeron incluso hasta a la Serie C y vieron perder el cetro en su ciudad por el Chievo, equipo de los Panettone y de la pasta. Ahora son uno más de la zona media de la A.
No tuvieron una estrella ni un único goleador (Galderisi metió once, Briegel nueve y Elkjaer ocho) y por eso ganaron. Fueron una piña y, al final, como le dijo Bagnoli a Uzquiano en su reportaje, descubrieron la esencia del fútbol: “dar un pase y marcar”. Sin más retóricas ni complejos.
Fuentes:
http://www.ecosdelbalon.com/2014/02/titulo-serie-a-hellas-verona-1985-bagnoli/