Antes de que las calabazas y el culto a lo mefistofélico invadieran España, nuestros padres y abuelos pasaban el primer día de noviembre comiendo huesos de santo, buñuelos o panellets, visitando cementerios y viendo en familia la representación del Don Juan Tenorio en algún teatro para evocar el fin de las glorias del mundo (o cómo acabaremos todos bajo tierra o hechos polvo literalmente).

Rebuscando un poco en la historia de la obra de Zorrilla, resulta que Córdoba tiene una aportación singular a la creación de una de las piezas teatrales más afamadas de las letras españolas. El Tenorio lo escribió Zorrilla en 1844, dándole un nuevo giro a la figura legendaria del Don Juan español que ya había abordado –aunque fuera de manera apócrifa- Tirso de Molina en “El Burlador de Sevilla” de 1630.
Pues bien, a comienzos del siglo XVII se tiene constancia de que en Córdoba se inauguró el primer teatro desde tiempos clásicos romanos. Se encontraba en el número 11 de una antigua vía que hoy ocupa la calle Velázquez Bosco (entonces de Las Comedias), muy cerca de la Mezquita.

En ese recinto se sabe que tuvo lugar –así lo recoge el Diccionario Filológico de Literatura Española- en agosto de 1617 por la compañía de un tal Jerónimo Sánchez la primera representación (junto con una coetánea en Écija) de la obra “Tan largo me lo fiais”. El “Tan largo me lo fiais” es un drama de igualmente discutida autoría entre el propio Tirso de Molina y un dramaturgo murciano llamado Andrés de Claramonte (quien por cierto sí se sabe que hizo una obra llamada “El valiente negro en Flandes”, extraña para su tiempo, en la que aborda el tema del racismo).
Fuera Tirso o Claramonte, lo cierto es que los estudiosos admiten múltiples similitudes entre el “Tan largo me lo fiais” y “El Burlador de Sevilla”, por lo que suele entender que una y otra son el antes y el después de una misma idea.
Así que fue un teatro cordobés el primero que exhibió al público ese drama trágico en el que el protagonista se jacta de que “el mayor gusto que en mí puede haber/es burlar una mujer/y dejalla sin honor” y que representa según Molina Foix “la diablura y la juerga inacabable. El requiebro, la chulería, la hermosa y loca juventud creadora. Un deconstructor de mujeres”. Por eso, tiene vocación moralizante (no olvidemos que Tirso era un religioso mercedario), y podría haber sido concebida como respuesta a la teoría de la predestinación calvinista.
Por cierto, según se lee en un artículo de Matilde Cabello en El Día de Córdoba recogiendo y citando la obra de Ramírez de Arellano “El teatro en Córdoba”, el final de ese teatro del XVII en Córdoba fue triste: “el imbécil de Carlos II confirmó el acuerdo del Ayuntamiento por Real Orden dada en Madrid a 29 de noviembre de 1695″. (…) Su hundimiento fue un castigo ejemplar para los promotores del teatro cordobés, siempre hostigado, y un triunfo para el poder religioso-político”.
Con la iglesia toparon, como el Tenorio con la muerte (más o menos).