Un cuento: La voz (Segundo premio en el certamen de relato corto de Cañete de las Torres)

Vivía en una égloga. Jacinto sabía varias cosas en su vida. La principal era que cuando se retrasa el corte de la cosecha, cuando la siembra se pasa, la mies se descabeza y cae la espiga al suelo al ejecutar el tajo. Así que debe ser segada aprovechando los momentos adecuados: cuando se reviene o blandea, siempre a primeras horas de la mañana, o al atardecer cuando el relente nocturno y la puesta de sol suavizan la mies. Por eso su padre nunca dejó de repetirle aquello de “no es cebá que se escabece”, recordándole que hay cosas –como la cebada- que no se pueden dejar pasar mucho tiempo.

Por San Juan o San Pedro, secas las espigas, se comenzaba a segar. La espiga se doblaba por estar cargada de grano y tenía un color dorado. Primero, claro, se buscaba la cebada. Luego el trigo y el centeno antes de acabar con la avena.

Esas eran las grandes cosas que sabía Jacinto. Luego estaban las pequeñas que, para él, desde luego, no lo eran. De entre todas esas cosas pequeñas –como el tabaco, la partida de tute cabrón, la Remedios (que a ver si se convencía ya) y el morapio- había una que le gustaba especialmente: el carrusel de fútbol de los domingos.

El ritual de ese último día de la semana era siempre el mismo. No le cansaba. Se tenía que levantar temprano –el campo no entiende de días del Señor- para hacer sus tareas. Y las hacía con un especial denuedo. Con una sonrisa en el rostro y cantando aquello de “ya se está poniendo el sol/ ya se debiera haber puesto/para el jornal que ganamos/no es menester tanto tiempo”.

Para las cuatro ya había dado buena cuenta de su plato de migas con ajo y morcilla y hasta de su carajillo bien cargado. Y a las cinco encendía un cigarro y dejaba caer su pesado y rendido cuerpo junto a su pequeño y viejo transistor. No tenía que conmutar el dial ni el botoncito que separaba el mundo de la AM del de la FM. A veces, simplemente, ajustar la ruedecilla porque se había movido mínimamente.

“Combina la vanguardia riojana, ataca el Logroñés y defiende el resultado con uñas y dientes el Burgos…” “Gran actuación del cancerbero del Caudal ante el Calvo Sotelo” “El trencilla ha tenido una tarde complicada y ha mostrado diez tarjetas amarillas”

Jacinto nunca había jugado al fútbol. Ni siquiera había estado en un campo (de fútbol, los suyos los conocía al dedillo). En el pequeño pueblo al que pertenecía su heredad había propuesto alguna vez que se impulsara ese deporte, pero su sugerencia nunca tuvo arraigo.

Así estuvo Jacinto durante treinta años. Remedios cayó al fin y le dio tres hijos sanos y fuertes. Uno quiso encargarse del campo, otro le salió perezoso y el menor se fue a estudiar a la ciudad.

Italia-España 1934Rondaba Jacinto los setenta cuando cedió el testigo del todo a su hijo. Los múltiples achaques por su dura vida no le permitían ya seguir dedicándose a la segunda cosa que más le gustaba. Porque la primera nunca dejaron de ser las tardes de radio y cigarro. El tiempo había pasado. Ya había televisores enormes, pero él siempre había preferido escuchar las trepidantes voces de los narradores. Así escuchó el gol de Marcelino. Y el que no marcó Cardeñosa. Y había aprendido que Juanito tenía mucho carácter. Y que en Gijón jugaban la saga de los Ablanedo mientras que en Cádiz lo hacía un tal Mágico González que era de El Salvador (así, de paso, descubrió que existía un país en América que se llamaba así). El fútbol había cambiado mucho, y los registros de los narradores también. Al principio eran pausados, educados… y un poco aburridos. Ahora en ocasiones Jacinto debía fumarse hasta tres cigarros de puro nervio que le provocaban.

Jacinto no era de ningún equipo en concreto. Simpatizaba con el que mejor lo describiera el narrador. A veces era del Athletic, otras del Celta… por aquella época le estaba llamando mucho la atención el Betis.

Sus hijos le regalaron una radio más moderna, pero el padre prefería seguir escuchando el carrusel en la suya. Tecnología alemana. Fiable. Comprada en Andorra por encargo.

Un día, Jacinto enfermó. Fue al médico, pero lo suyo no tenía arreglo. Con suerte, según le dijeron a su mujer e hijos, podría vivir tres años más.

Para honrarle en vida, su familia pensó primero en organizarle un viaje a algún lugar exótico, pero –al margen de El Salvador- él nunca les había expresado inquietud por ningún país en concreto. Luego sopesaron si hacerle un regalo caro, pero tampoco era Jacinto un hombre de caprichos. Así que cayeron en la cuenta de que lo único que realmente le llenaba eran esos partidos de fútbol. Y nunca había ido aún a uno.

Se pusieron manos a la obra. Buscaron la mejor entrada en un buen partido. Uno de competición europea. Fase de grupos: Real Madrid-Juventus. El hermano estudioso gestionó todo desde la capital. 200 euros por entrada. Irían todos los de la familia, menos el hermano que se hizo campesino (“el campo no entiende de días del Señor”).

Entraron los primeros al campo. Jacinto se quedó maravillado al ver el Bernabéu de noche iluminado. Los colores a la luz de los focos, el olor a césped, las gradas poblándose con personas como hormigas… En el palco no les faltaba de nada de comer ni de beber. Bueno, sí, anís. Anís no tenían. Y no podían fumar cigarros.

El partido fue bueno. Se adelantaron los italianos con gol de falta, pero remontó el Madrid para ganar 3-1 al final.

Después de haber pasado un rato muy agradable con sus hijos, Jacinto y Remedios se acurrucaron en la cama de un hotel de la capital. Allí, hicieron balance de la jornada. Ella estaba casi más emocionada que él, así que, extrañada, le preguntó.

-Jacinto, ¿es que acaso no te ha gustado?

El campesino tragó saliva, recordó ser educado y paciente como le enseñó su padre y replicó.

-Muchísimo, mujer. Porque ya me imagino que si costó ese dineral entrar al campo, los muchachos nunca hubieran podido pagarme una entrada a la radio, ¿verdad?

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