Esta noche se disputa la Supercopa europea entre Sevilla y Barcelona en la capital de Georgia, Tífilis (o Tiblisi). Georgia es uno de esos estados que ha marcado históricamente la frontera entre dos civilizaciones. Un territorio enclavado en el Cáucaso entre el mar Negro y el Caspio. Un enclave que, por la maldición de su estratégica ubicación, ha sido escenario de guerras desde casi el albor de la humanidad. Una nación que pudo cobijar hace miles de años, aunque parezca disparatado, a los primeros habitantes de la actual España.

A una parte de la actual Georgia la bautizaron los griegos con el nombre de Iberia. Tampoco es ése un factor especialmente relevante puesto que Iber en griego significa río y a esa región la alimenta el Mtkavari, que va a morir al Caspio. Lo curioso es que unos siglos más tarde volvieran a denominar “Iberia” a una zona tan alejada como la tierra de conejos en la que ahora vivimos (Hispania recibió ese nombre por los romanos por la abundancia de tal animal).
¿Por qué los ilustres Esquilo y Estrabón insinuaron que eran los mismos íberos georgianos los primeros pobladores de esta península? Pues porque puede que así fuera. Según se deduce de las excavaciones de Uphlistsije –un asentamiento íberogeorgiano de hace 5.000 años- eran un pueblo nómada que aprendió con avidez los secretos de la metalurgia, lo que les hizo muy poderosos para sus tiempos. Así que la razón de su particular hégira a Occidente pudo ser la búsqueda de nuevas materias primas (sin que se excluya la presión de otros pueblos o, simplemente, la pura curiosidad). Ah, una cosa más: hay quien sostiene que lo de Hispania no es por los conejos, sino porque los fenicios la llamaban I-span-ya (tierra donde se forjan los metales).

En los años cincuenta el historiador Miguel Fusté analizó unos restos en Urbiola (Navarra) en una antigua mina de cobre del neolítico de sujetos que podrían haber muerto de un desprendimiento. Al parecer, algunos de los esqueletos –que estaban en un muy buen estado- respondían al típico genotipo mediterráneo, pero otros tenían rasgos más bien caucásicos.
Antes incluso, a principios de siglo, un lingüista italiano –Trombetti- entroncó la ignota lengua de los vascos con los también muy particulares dialectos del Caúcaso. De hecho, hoy en día el circasiano-georgiano es la lengua con mayor relación léxico-estadística con el euskera (sirva de ejemplo: gu –nosotros- es común a ambos; zu-tú- también-). También es cierto que en tiempos más recientes se ha llegado a comparar al euskera incluso con el idioma dogón que se habla en Malí, pero esa corriente parece que no ha triunfado.
El caso es que algo habrá cuando en el más reciente aunque también lejano siglo IX un religioso llamado Giorgi Mthatzmindeli (1009-1065), dejó escrito el deseo de algunos nobles georgianos de viajar a la península ibérica y visitar a los «georgianos del oeste», como así los citaba.

Relató el periodista Francisco López Seivane en 2008 tras visitar Georgia que: “Aquí, todos están convencidos de que los vascos proceden también de tribus caucásicas iberas que, al vivir endogámicamente arriscadas en sus montañas, ni se romanizaron ni se mezclaron con otros pueblos, preservando así con mayor pureza sus lenguas -y digo bien, lenguas, que hasta siete se hablan en las tierras de Euskal Herria-, tradiciones y rasgos étnicos. No es infrecuente encontrarse en los bares de Tbilisi fotografías del Athletic o la Real Sociedad colgando de las paredes”.
Vascos-íberos-georgianos. Dejando al margen cuestiones geopolíticas –porque hay quien usa todo esto, como todo, con fines separatistas o nacionalistas en ambos sentidos- la historia parece confirmar que ambos pueblos se encuentran entroncados remotísimamente aunque se encuentren separados por más de cinco mil kilómetros. Hoy se juntarán mirando y haciendo algo que a ambos les encanta, jugar y ver fútbol en un campo que ahora se llama Boris Paichadzé y que antes se llama Lavrenti Beria –que, como Stalin, era georgiano-… pero hablar de esos tiempos daría para otra historia.