Un cuento: La copa rota

Solía sacudir sus ganas de matarse con jarabe de absenta. Y con fuego en sus bajos. Era un retrato de sí mismo. Un retrato de su antes de ayer. Una mierda. Aquel vuelo, retrasado, debía cambiarle la perspectiva. Abrirle los ojos. Por eso compró aquel billete que ahora, mirado de izquierda a derecha y de arriba abajo, no servía de nada.

Era mentira. Una mentira más. La vida le mentía. Concertó una cita con el destino a una hora y el fatum le ponía los cuernos con cronos. En realidad, mientras miraba el parpadeo del reloj de pared no pensaba ni en Cronos ni en la madre que lo parió. Tenía hambre. Fue a la única cafetería que quedaba abierta a esas horas en el aeropuerto. –Hijos de puta. Comprobó con pesar el canallesco precio de los productos. Casi tres euros una cerveza nacional, así que ni siquiera se acercó al stand donde se amontonaban (quién cojones iba a comprarlas) las pequeñas botellas de espirituosos, que formaban un ejército irregular y desordenado.

1912510759_10c14fd880_bNo sonaba sino en su mente el tango aquel de “La copa rota”: ‘mordió una copa de vino y le hizo un cortante filo que su boca le cortó’.

Caminaba sin rumbo, como camina la gente en los aeropuertos. Era tarde para estar despierto y pronto para tirarse con su equipaje de mano en algún recoveco relativamente apartado de la humanidad (la misantropía es aliada de la agorafobia). De repente, algo le llamó la atención. Un gigantesco rótulo luminoso parpadeaba con fuerza. En letras rojas ponía: “¿Quiere oro? Su razón, aquí” y una enorme flecha verde indicaba hacia abajo, donde estaba –cerrada naturalmente- la tienda anunciada. En la puerta de ese comercio yacía una mujer aparentemente dormida sobre su bolso. No era guapa. Ni siquiera se podía ver, a simple vista, si podría resultar atractiva. Con el nulo donaire que caracteriza a los aeropuertos, él se acercó a ella para mirarla fijamente. No, no era guapa. Tampoco era fina. Pero había algo en ella que le gustaba. Acaso la forma de encontrarla. Acaso la confianza con la que dormía, ajena al mundo. Ajena a la realidad. Ufana a pesar de todos los males. Especuló mientras se plantaba a apenas dos metros de ella: ¿divorciada, con hijos? ¿Buscando un nuevo comenzar? ¿Triste? ¿Feliz? ¿Indiferente? Su cuerpo se le inundó de compasión y le embargó un desconocido sentimiento de cariño. Casi amor. Se puso, inconsciente, a acariciarle el pelo que reposaba sobre el bolso. Se notaba que su cuello estaba sufriendo por la antinatural postura, así que tomó una almohada que había robado en un vuelo transoceánico y la puso con sutileza en el lugar que ocupaba el bolso. La criatura parecía un angelito agradecido cuando sus cervicales sintieron la nueva superficie blanda y gustosa. Incluso parecía que estaba sonriendo.

Al cabo de diez minutos, ella continuaba durmiendo. Al cabo de diez minutos, él disfrutaba de un Martin Miller con tónica (veinte euros) en la única cafetería abierta del aeropuerto a la salud del contenido del bolso de la mujer.

Last call, última llamada. A veces, el mundo es perfecto.

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