El Señor Lagarna trabajaba de vigilante de seguridad en el Guggenheim, pero no le gustaba. Hubiera preferido ser carnicero, como su padre, de ahí que cuando le designaron su siguiente misión se quedara un tanto constreñido. Durante cuatro meses debía vigilar una de las salas dedicadas a una exposición sobre el Barroco. Una en la que junto a una severa obra de Mathias Stom, un pintor del siglo diecisiete holandés, yacía una escultura del contemporáneo Paul McCarthy que representaba una puerca sonrosada y feliz con sus pezoncillos aireándose como esperando a algún lechón que la libara.
El día de la inauguración el señor Lagarna observó con curiosidad cómo los políticos y gerifaltes culturales de la ciudad inspeccionaban con un fingido conocimiento los intersticios del animal yacente. Embobados, enfatizaban el realismo de su sonriente jeta, de su recio corvejón y de su jamón de yeso y papel. “Es barroco, barroco. Casi rococó. Provocativo, irrespetuoso, sucio…” El señor Lagarna no entendía lo que de barroco podría tener un animal tumbado.
Esa noche, cuando llegó a su cuchitril de soltero de la calle De la Cruz el señor Lagarna no dejaba de darle vueltas a la cabeza a la estampa de la cerda. Se tomó un nolotil con el culo de una botella de Larios que le había sobrado del fin de semana y se echó en la cama. Sobre ella comenzó a soñar. Soñó que la escultura porcina que debía vigilar cobraba vida y le proponía matrimonio en un idioma que le sonó a flamenco. Soñó que él aceptaba y, para celebrarlo, se pegaba un buen festín de leche procedente de sus mamillas, las cuales apretaba con fruición mientras una especie de jurado compuesto por familiares –reconoció a su padre y a un tío suyo de Murcia- y políticos y autoridades locales sacaba cartulinas con notas que oscilaban entre el cinco y el siete. Apesadumbrado, procedía a crucificarse en lo que parecía una gran cámara frigorífica en presencia de su mujer cerda que, inmutable, mantenía su rictus sonriente y sonrosado mientras su esposo se iba convirtiendo en un jamón.
El señor Lagarna amaneció empapado en sudor y con el vientre descompuesto. Fue al baño y vomitó. Luego abrió una lata de cerveza y se la bebió casi de un tirón a modo de desayuno. Eran las siete de la mañana.
Ensimismado, recorrió el camino hacia el Guggenheim sin parar de pensar en su terrible pesadilla. Allí le esperaba, en la misma pose, la criatura. Diríase que su hedonista pose le parecía extraordinariamente ofensiva al señor Lagarna que debía permanecer en pie durante toda su jornada laboral por mucho que le dolieran las piernas o, como era esa mañana, por mucho que tuviera un cansancio sensacional.
Así pasaron las horas y las semanas. El señor Lagarna iba a peor. Los sueños no le abandonaban y su aspecto era cada vez más mortecino. Diríase que conforme él adelgazaba el animal iba creciendo en salud y presentaba un tocino más prominente y una sonrisa más jactanciosa.
Lagarna terminó convenciéndose de que la escultura de McCarthy era un súcubo que le aspiraba su energía cada noche casándose con él y matándole. Decidió actuar. Una tarde, tras terminar su jornada laboral, tomó su vehículo y condujo hasta el caserío familiar en las inmediaciones de Eibar. Desde allí accedió por la puerta de atrás, una que conocían los allegados, a una pequeña explotación agrícola vecina de unos conocidos famosa por sus chorizos. La modesta piara de cerdos yacía tranquila así que Lagarna, sigiloso, se aseguró de que la botella de cloroformo rodara lo menos posible antes de que se vaciara por completo. Al cabo de un rato, Lagarna salió de puntillas por donde había entrado con una valiosa carga cargada en su espalda.
Al día siguiente, era un miércoles, Lagarna preparó el escenario con minuciosidad. Madrugó y llevó un cajón bien forrado con aislante con unos cuantos agujeros que ocultó antes de que el museo abriera sus puertas en una esquina de la sala que debía vigilar. En el momento de mayor afluencia de visitantes, Lagarna descorrió con sigilo la portezuela del cajón y de su interior salió embravecido y hambriento un pequeño lechón que comenzó a trotar por la sala gruñendo de manera estruendosa. El desagradable sonido –acrecentado por la acústica del recinto- alertó a los visitantes, que comenzaron a huir despavoridos conforme el animal daba vueltas por la sala. Lagarna salió en su persecución como poseído por un demonio. El vigilante de seguridad se iba desvistiendo mientras emitía extrañas consignas a voz en grito (“Barrocoooo”, “la cerdaaa”, “intransigenciaaa”, “empatíaaa”, “simbiosiiisssss”, “madreeee”…). Al cabo de dos minutos Lagarna, ya en ropa interior, había conseguido alcanzar al animal, que no cesaba de gruñir. Por aquel entonces ya habían acudido a la sala varios de los compañeros del trastornado vigilante, aunque por simpatía o por miedo, aún no se habían decidido a intervenir. Lagarna, en calzoncillos y sudado, sonreía por vez primera en semanas al acariciar al lechón con una mano mientras lo sujetaba firmemente con la otra. El hombre condujo al animal hasta la escultura de McCarthy y juntos se tumbaron enfrente de sus mamillas. Lagarna acarició al lechón y le susurró. “Enséñame a mamar”. Como quiera que el cerdito únicamente hozaba desconcertado sin parar de gruñir el vigilante comenzó a chillar. “No es real. No es real. No es real”. Lagarna, fuera de sí, agarró al lechón y comenzó a golpearlo contra las paredes de la sala hasta que empezó a sangrar y a tiznar de rojo todo en un radio considerable. Unas gotas cayeron sobre el hocico sonriente de la estatua de McCarthy. Dos miembros de la ertzaintza redujeron a golpes a Lagarna, que trataba de masturbarse compulsivamente en mitad de la vorágine.
Al día siguiente, la noticia abría la sección de cultura de “El Correo Vasco”. El periodista lo tituló: “Espectacular performance barroca en el Guggenheim”.