De modo que como me asaltaban esos sueños noche sí, noche también, decidí esforzarme en plasmarlos en papel o, por lo menos, en apuntar alguna palabra clave que me permitiera recordarlos a la mañana siguiente. Mi amnesia al despertar era total. Era capaz de reconocer que había soñado, pero no lo que había soñado. No es que tuviera un especial interés en evaluar mi subconsciente. Tampoco me consideraba un perturbado, pero me invadía una curiosidad malsana por saber en qué se andaba mi mente cuando mi cuerpo reposaba.
Así que coloqué en la mesilla de noche, junto a mi cama, una libreta blanca de anillas, un lápiz y un reloj de bolsillo. Mi idea era no sólo apuntar, a la mínima que me desvelara, uno de esos sueños recurrentes -al menos una frase que me permitiera recordarlo- sino también la hora en la que había llegado mi ensoñación.
La primera mañana en la que apliqué mi método me desperté muy cansado y empapado en sudor. Como de costumbre, no recordaba nada de lo que había soñado. Me giré con torpeza y palpé mi libreta blanca, buscando con creciente curiosidad si había anotado algo. Al pasar la primera página, leí:
“2:26. El hombre al que le compraron su vida”.
El trazo del lápiz no era firme, pero reconocí mi letra. Hice un esfuerzo por recordar qué querrían decir esas palabras y qué podrían tener que ver con mi sueño, pero no fui capaz de hacer memoria. Le exigí a mi subconsciente, como regañándole, que la próxima vez resultara menos enigmático.
A la noche siguiente cené pronto y ligero. Aireé mi dormitorio y puse música tranquila. No quería volver a tener sueños pesados ni a levantarme tan cansado. Por si volvía a suceder, me armé nuevamente con mi libreta y mi lápiz. Apagué la luz.
El despertar fue horrible. Confuso, aturdido, con las extremidades acalambradas y, una vez más, cubierto de sudor. Sentí una arcada mientras me incorporaba y me abalanzaba sobre mi cuaderno.
“4:16. Juego extremo”.
Comencé a preocuparme. Nuevamente ignoraba a qué se refería la frase que había escrito de mi propio puño.
Pasé un día horrible, porque –al margen de mi decrepitud física- no paraba de pensar en lo que me esperaría por la noche. Planeé salir a emborracharme, pero lo descarté ante el temor de que el alcohol pudiera agravar más si cabe esas extrañas pesadillas –ya debía calificarlas como tales- que me atormentaban.
Repetí el proceso de la noche anterior antes de acostarme, con un pequeño matiz. A pesar de no ser un hombre religioso, recé como si fuera un mantra una oración que me enseñó mi abuelo cuando era niño. Con los años descubrí que era de Santa Teresa de Jesús y decía así:
“Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta: ¡Sólo Dios basta!”
Lo repetí tres veces, como hacía con mi abuelo, para que el ritual tuviera más consistencia. Cerré los ojos. Creo que tardé poco en dormir.
Al cabo de varias horas que pasaron en un suspiro, mi despertar fue como el de quien emerge de un naufragio. Inspiré con fuerza y noté mi corazón latiendo como si deseara salir de mi pecho. Como por instinto, me llevé las manos a la cara y observé con horror que estaban impregnadas en sangre. Salté de la cama con las pocas energías que me quedaban y fui hacia el cuaderno blanco de anillas, que estaba moteado carmesí de las gotas de una sangre que desconocía si era propia o ajena. Temblando, abrí hasta su tercera página. En ella, escrito con el propio color rojo de esa sangre ignota, ponía:
“2:35 Madurez no es sino un cambio de alma”.
Me considero un hombre sereno y maduro. Hice un análisis de la situación. Lo primero era comprobar de dónde provenía la sangre. Únicamente mis manos, y mi cuaderno parecían manchados. Durante la ducha que me di acto seguido no aprecié corte o herida. Pensé en que pudiera ser que el aumento de la tensión hubiera roto alguna vena en mi nariz. No soy médico. Aquello, naturalmente, terminó de inquietarme.
Ya he relatado que no creo mucho en la psicología, por lo que menos en la parapsicología, pero tengo un amigo que conoce muy bien ese mundo. Actué de manera discreta, pidiéndole consejo sobre unos sueños que me inquietaban sin entrar en detalles. Se ofreció a velarme durante una noche (yo vivo solo), pero decliné su proposición, porque no quería –al menos de momento- compartir mi desesperación. Como alternativa, y como forma de paliar mis miedos, me dijo que podía prestarme una cámara capaz de grabar en la oscuridad que había usado en alguno de sus experimentos. Como única condición, que le permitiera ver lo grabado al día siguiente. Acepté, con el convencimiento de que todo lo que me estaba sucediendo era fruto de alguna ligera preocupación o de algún leve trastorno transitorio de mi sueño.
Llegué relajado a mi casa esa tarde. Hice vida normal. Salí a correr, vi la televisión y cené lo habitual. Recuerdo que era miércoles. Conecté la cámara, cerciorándome de que tenía la batería cargada y que funcionaba con las luces apagadas. Me tumbé en la cama plácidamente.
Han pasado tres meses de aquello.
Desde que encendí aquella cámara no he sido capaz de conciliar el sueño.
Al principio pensé que me distraía el ligerísimo ruido del artefacto mientras grababa.
Luego, que me alteraba la lucecita roja del piloto que indicaba que estaba operativa.
Al cuarto día quité la cámara. Todo seguía igual. El sueño no me llegaba.
Hace tres semanas miré por curiosidad la primera de las grabaciones hechas a oscuras. En ella se me veía durmiendo a pierna suelta con una sonrisa de felicidad como nunca en mi vida. En un momento determinado, sin dejar de sonreír, me incorporaba y escribía una anotación en mi cuaderno blanco de anillas. Sosteniéndola, me acercaba hasta hacer visible la nota para la cámara:
“3:45. Soñar es vivir despierto”.
Después, en la grabación, me tumbaba y seguía durmiendo.
Siempre sutil la línea que separa los mundos que vivimos en una misma vida… La percepción es subjetiva siempre, y qué decir de la ensoñación, de la diferenciación entre real y onírico y viceversa. ¿Sabe alguien realmente a qué lado de la línea está en cada momento?
Me ha encantado.
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Muchas gracias, Mónica. 🙂
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