Un cuento: El shofar de Yehuda Bar Akón

Hijos míos, dado que pronto entonaréis un kadish por mi alma, dejadme que os cuente una historia que he ocultado en mi mente y en mi corazón durante este último año de vida. Ya sabéis que asistí como mayán y consejero de nuestro gran emir Abd al Rahmán -que Yahvé le guarde- a la batalla contra los impíos varegos que asolaron Sevilla durante cuarenta lunas.

Era un día brillante. Nuestras huestes, henchidas de orgullo. Los pendones, enhiestos, como la moral de quienes se creen congraciados con su Dios. Enfrente, la insensatez y la brutalidad de los bárbaros de largas cabelleras rubias. Alimañas infieles sin escrúpulos cuya única razón de existencia es la de convertirse ellos y su descendencia, tras los hábiles tajos de nuestros cirujanos, en eunucos al servicio de nuestros harenes.

Un shofar
Un shofar

Al percatarse de nuestra presencia, los normandos se lanzaron al ataque en tromba, siendo ésta una buena noticia para los generales de Abd Al Rahmán, cuyos adalides les habían guiado a la zona más ventajosa para plantear la lucha. Entrecortado por los relinchos de los caballos, excitados por el trotar cada vez más cercano, se escuchaba el golpear de las jabalinas con los escudos de madera.

El primer encuentro fue brutal. Ajenos al dolor y al miedo, ni el ver las flechas de nuestros arqueros penetrar en sus cuerpos les frenaba. Sus poderosos martillos, manejados con una fiereza sobrehumana, destrozaban los almófares y las lorigas de nuestros infantes de primera línea. Muchos de ellos, reclutados a su pesar, comenzaban una huída desordenada que sólo les podía conducir a tintar de sangre las espadas bárbaras poco después.

Nuestro emir, contrariado ante el devenir de la batalla, presionó a sus generales, que ordenaron actuar a la caballería. La labor de las lanzas y las hachas de los bravos jinetes no aplacó el insensato furor de los que son llamados hombres oso, quienes, mientras guerreaban sin protección alguna, soltaban espuma por la boca como siervos de Asmodeo.

El espectáculo, hijos míos, fue desgarrador. Ojos, brazos y piernas humanos se confundían entre las vísceras de los primeros caballos caídos. Los enemigos avanzaban imparables y en torno a Abd Al Rahmán se iban agrupando los más experimentados guerreros. Veteranos de las guerras de Tudmir, Mérida y Toledo invocaban a Alá y se aprestaban para defender, hasta la muerte si fuera preciso, a su emir peleando codo con codo junto con los mamelucos, senegaleses y eslavos que en esos instantes únicamente invocaban al acero de sus cimitarras y sus espadas indias.

Toda esperanza parecía perdida. Los normandos, que en un principio eran menos, parecían multiplicarse por su predisposición al combate. Fue la primera vez en la que yo, Yehuda ber Akón, sentí de cerca el frío aliento de la muerte.

Entonces, cuando los infieles se encontraban ya apenas unos pasos de nuestra posición, se produjo el espectáculo más insólito que ojos humanos hayan visto. Entre ambos ejércitos, como surgido de la nada, apareció la figura de un pequeño infante vistiendo una túnica con escote cerrado y mangas anchas con recamados de plata que refulgían más el mercurio. En su mano derecha, portaba por su clavijero un laúd de cinco cuerdas al estilo del gran Ziryab. El pequeño ángel se colocó justo entre los dos ejércitos, ajeno al temblor de la tierra y al rugir de los alaridos en todas las lenguas imaginables. Colocó su laúd en posición diagonal y comenzó a tañer con su plectro de una manera tan dulce que pareciera que a sus pies fueran naciendo alhelíes, jazmines y camomilas. Era una melodía que nunca había sido escuchada por nadie en Al Andalus. Unos sones que hicieron que de las marcadas cuencas de los ojos negros del gran Emir comenzaran a brotar lágrimas de pura emoción.

E, hijos mío, fue el llanto de Abd Al Rahmán el que me dio el arrojo suficiente para actuar. Recordé que en una de mis alforjas llevaba aquel modesto shofar que ahora veis ahí colgado. Lo saqué y, olvidando mi condición de mortal, corrí con las pocas energías de viejo que ya por entonces tenía al encuentro del pequeño músico. Ningún soldado me contuvo, ensimismados y emocionados con la melodía como estaban, así que en poco tiempo me encontré con el misterioso infante, que me regaló en ese instante una mirada que me ha mantenido con vida hasta este preciso momento. Me llevé entonces el shofar a mis labios y yo, que nunca he sido un experto músico, ni tokea ni tuve dotes para las artes fui capaz de hacer sonar aquel cuerno con la misma armonía que el misterioso tañedor de laúd. Con el esfuerzo de sus manos y mi boca fue surgiendo un himno dulce como la miel y puro como almizcle y alcanfor. Y por obra y gracia de Yahvé, los oídos de los varegos captaron esos acordes cuando casi podíamos oler su sudor. En ese momento, comprobamos que lo que las largas espadas no habían conseguido lo estaban logrando las notas musicales. Los bárbaros , demostrando tener alma debajo de sus largas cabelleras rubias, iban deteniendo su trotar y acallándose unos a otros. Durante un rato, en aquel campo sobre el que yacían los cuerpos sin vida únicamente se escuchó aquella tonada que, por medio de artes desconocidas, sonaba de aquel laúd y de mi shofar.

Cuando cesó la música, Abd Al Rahmán y el señor de los Vikingos, al que llamaban Hold, se acercaron a donde nos encontrábamos sin hacer caso a sus respectivos lugartenientes. No hizo falta parlamento alguno. Se miraron a los ojos en nuestra presencia, se estrecharon las manos, se besaron sus mejillas y se dieron la vuelta. A una señal suya, ambos ejércitos se retiraron. Justo en ese momento, de la misma forma en la que apareció, el menudo músico se perdió de nuestra vista dejando tras de sí un intenso olor a sándalo.

A nuestro regreso a Córdoba, el Emir prohibió a nadie bajo pena de muerte contar esta leyenda. Por eso, durante aquellos días se habló en la Medina del gran triunfo y de las muchas cabezas de infieles cortadas en Sevilla. Eso contará la historia. Dada la confianza que tenía en mí, Abd al Rahmán no tuvo que decirme nada en privado. Así que, hijos, aquí en mi lecho de muerte os he de confesar ese secreto de vida y muerte. Como no pude plasmarlo en papel os cedo el testimonio de paz. Plasmarlo y conservarlo como podáis. Guardadlo en vuestros corazones y, para que nunca lo olvidéis, os cedo también ese shofar y esta modesta botella que encargué en la que se cuenta la historia sin contar nada que incrimine a esta familia. Y, sobre todo, que vuestro recuerdo nunca olvide que un día las cuerdas de un laúd fueron más fuertes que las de los arcos y que el marfil de un solo shofar venció al hierro de mil espadas. Amen.

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