Cada mañana Arturo completaba el mismo ritual. A las 7:24 sonaba el despertador de su hogar. A las 7:35 ya se había duchado. Para las 7:56 se encontraba frente a dos tostadas ya regadas con aceite y tomate, un café con leche y un vaso de zumo de naranja. Si no abandonaba su domicilio a las 8:10 en punto se sentía sumamente incómodo durante el resto del día. Y siempre que salía a la calle lo hacía tirando de una maleta roja con ruedas.
Arturo vivía solo en un piso mediano de una ciudad mediana, en un bloque de viviendas vigilado por un portero llamado Andrés. A las 8:11, de lunes a viernes (los fines de semana tenía permiso), Andrés saludaba a Don Arturo con aplomo. Solemne. Tratando de obviar la extrañeza que le provocaba que todos los días laborables saliera de su hogar como si se fuera a marchar de viaje para luego regresar, inexorablemente, a las 14:15. Andrés sentía una curiosidad enorme por saber qué haría durante esas seis horas el señor Arturo, al que no se le conocía empleo alguno y que vivía de viejas rentas heredadas. Así que un día el portero Andrés le encargó a un amigo suyo parado que hiciera un discreto seguimiento a Arturo. Al día siguiente, el amigo le explicó que Arturo dio un paseo a buen ritmo recorriendo por completo esa ciudad mediana en el que empleó unas dos horas antes de sentarse en una cafetería en la que leyó el periódico y escribió algo en una libreta que sacó de su maleta. Luego dio otro largo paseo antes de regresar a su hogar a las 14:15. Andrés preguntó a su amigo específicamente por la maleta roja y éste le contestó que no la abandonó en ningún momento. La arrastró durante todo el día pero, al margen del momento en el que sacó la libreta, no volvió a abrirla en ningún momento. El amigo completó su trabajo preguntándole al camarero del local discretamente si Arturo era un habitual del lugar y éste le contestó que sí, especificándole que le habían puesto hasta un apodo: “El loco de la maleta”.
A Andrés le estremeció que en aquella cafetería se burlaran de don Arturo, porque con él siempre había sido amable, educado y generoso. Decidió tomar cartas en el asunto. Como portero de la finca urbana era conocedor de que en el piso 4-C tenía su consulta Genaro Piedrahíta, uno de los psiquiatras más afamados de aquella ciudad mediana, así que un día, armándose de valor y comiéndose su timidez, decidió tocar el timbre de su puerta en hora de consulta. Tras superar el celo de la secretaria del psiquiatra, éste le concedió la oportunidad de exponerle el caso. Andrés le confesó que temía que Arturo estuviera perdiendo el seso y que esa actitud le parecía anormal mientras le rogaba al psiquiatra que hablara con él aunque fuera por caridad. Genaro le replicó que, sobre el papel, su vecino podría padecer un trastorno obsesivo compulsivo por repetición, pero que necesitaría un análisis más profundo del caso para poder llevar a cabo un diagnóstico. Acompañó sus palabras con otras de agradecimiento para el portero por velar por Arturo, prometiéndole que trataría de hacer entrar en razón al “loco de la maleta”.
Las palabras del psiquiatra calmaron el ánimo del portero, que esa noche durmió a pierna suelta sintiéndose mejor ciudadano.
Al día siguiente, Arturo volvió a llevar a cabo su ritual, pero al portero no le inquietó en absoluto. De hecho, le sonrió con especial vehemencia y le deseó que pasara un buen día, como quien ve a un enfermo que empieza a tomar su medicación. Sin embargo, su mueca fue torciéndose conforme comprobó que pasaban los días, las semanas y los meses y Arturo no cejaba en su empeño. Además, su amigo parado le refrendó que seguía llevando a cabo la misma ruta y visitando el mismo lugar, donde continuaban con la discreta humillación.
Andrés, inquieto y desalentado, se dirigió entonces una mañana al 4-C para buscar al psiquiatra de prestigio, pero la secretaria le dijo que en esos momentos el señor Genaro se encontraba reunido. Probó en las siguientes mañanas, pero el resultado fue el mismo.
Una mañana de mayo, cuando el portero acudió a su puesto de trabajo encontró un sobre cerrado en cuya parte frontal estaba escrito en grandes caracteres “PARA ANDRÉS”. Intrigado, lo abrió con premura:
“Estimado señor Andrés,
Soy Arturo. El “loco de la maleta”. Sí. Yo. Me consta de su interés y preocupación por mi caso. No piense que no se lo agradezco. Es más, me veo en la obligación de responder a su intriga y a sus dudas. ¿Por qué la maleta? ¿Por qué todos los días? Bien, bueno, podría darle muchas respuestas, pero básicamente le especificaré que siempre la llevé vacía, salvo por el cuaderno en el que escribía todos los pensamientos que pasaban por mi cabeza. Digamos que la llevaba por si algún día debía llenarla rápidamente al comprobar que la ciudad donde residía era lo suficientemente pequeña como para que el portero de mi finca se sintiera intrigado por mi comportamiento y para que en el bar al que solía acudir me pusieran un mote… pero suficientemente grande como para que la única persona que podría ayudarme a superar mi teórico problema me ignorara por completo a pesar de vivir en mi mismo bloque. Una vez que he confirmado que esta ciudad es insoportablemente mediana y mediocre, ya puedo llenar mi maleta y salir de mi casa para siempre.
Agradeciendo su participación en mi modesto experimento me despido afectuosamente. Le dejo mis llaves en su cajón.
Eternamente suyo,
Don Arturo, “el loco de la maleta””.