-Es la noche más feliz de mi vida.
Máximo repetía en su cabeza este latiguillo mientras se untaba la sexta capaz de fijador Patrico sobre su pelo. Era el día de su boda y esta especulación se debatía en su interior con otras imágenes que le venían a la mente de forma algo inoportuna. Los caminos de la psique son oscuros y así, en lugar de suspirar por su querida Patricia, oscilaban en su cabeza otras ideas inquietantes. Mientras se deshacía en un cuarto de vaso de agua la pastilla de ibuprofeno que iba a suponer su merienda, Máximo trataba de ordenar sus pensamientos vitales, alinearlos y clasificarlos en función de la trascendencia que habían tenido para él durante sus tres décadas de vida.
Quedaba claro que ninguna de sus ensoñaciones podría competir con la que experimentó una tórrida tarde del noventa en la pescadería Cheli. Máximo sorprendió, cuando apenas tenía diez años, a Cheli -dueña,claro, del negocio- golpeándose sus desproporcionados pechos con un jurel muy digno. La grasilla del carángido hacía que los senos de la hacendosa mujer brillaran aún más. La cara de puro placer de la señora, que ya rondaba los cuarenta, lustrada con el pepino que completaba el logotipo del establecimiento fue lo más erótico que había vivido el joven Máximo en su existencia.
En segundo lugar de esta prelación de días placenteros, pensó mientras se ajustaba su corbata dentro de su chaleco tono amarillo buff, bien podría situarse el momento en el que su equipo de fútbol favorito ascendió de categoría. También fue en verano -casi todo lo bueno y lo malo, quería creer, pasaba en verano menos los especiales de televisión-. De aquella gloria deportiva recordaba Máximo el tufo del cohiba que solía degustar su vecino de localidad. Era un señor con dos pequeños ojos a modo de claraboya y unos dedos gordos como plátanos maduros. Recordaba perfectamente el tamaño del índice de su compañero de sufrimientos porque un día decidió poner fin a una discusión sobre la idoneidad de una sustitución mediante un piquete digital que le originó a posteriori un ligero e incómodo desprendimiento de retina. Desde aquel día se cuidó mucho de no entrar en disputas con su simpático compañero de grada y, por si acaso, jamás se olvidó de salir de su casa los días de encuentro con su casco de soldador.
Bueno, claro está que para Máximo, que por aquel rato se terminaba de abrochar sus zapatos de charol, otra jornada que nunca había abandonado su mente fue la del día en el que terminó su carrera. Cuando supieron en su casa que ya era perito agrícola organizaron un grandioso banquete en su honor en una finca de nombre “La Golosa”. Allí su primo Carlos, una vez que el vino ya había corrido a niveles de lluvia monzónica, ridiculizó el aspecto de Máximo comparándolo con el de “un tití con síndrome de abstinencia vestido como si hubiera comprado toda su ropa el último día de rebajas”. Como lo hizo desde el cariño todos rieron. Luego, una vez que el pastel se terminó y empezaron a tintinear los hielos en las copas largas, hubo reunión familiar en torno al fuego y los abuelos comenzaron a contar chistes. Como quiera que Máximo tenía un sentido del humor muy particular (o como quiera que estaba empezando a sentir los primeros síntomas de una salmonellosis de caballo), al vigésimo cuarto chascarrillo vomitó íntegro el tercer plato de cordero ante las carcajadas de su primo Carlos, que calificó el producto biliar como de “primera categoría”.
Máximo esbozó una sonrisa luego de refrescar su memoria y, cuando se untaba bien las mejillas de varón dandy se retrotrajo a aquella otra noche en la que conoció a la mujer de su vida en la Sala Reflejos, la discoteca de su pueblo. Tenía un pelo prístino, natural, blondo vivo. Unos ojos claros y unas pestañas que cuando caían provocaban un aire vivificador. Su cuerpo era estremecedor, más aún cuando -como aquella noche de sábado- estaba embutido en un vestido que resaltaba sus equidistantes curvas. Ella era absolutamente perfecta, por eso aquella noche copuló con su novio, el capitán del equipo de balonmano del pueblo Johann, mientras que Máximo acabó con su amiga Patricia, la que iba a convertirse, tres años más tarde en su esposa.
Ay, qué tiempos los vividos. Máximo se colocaba sus gemelos cuando tocaron a su puerta. Era su padre quien, con un entusiasmo desmedido y con un manual escrito por la doctora Ochoa, venía a explicarle a su vástago cómo afrontar con garantías su noche de bodas.
-Es la noche más feliz de mi vida.
Máximo volvió a repetir, esta vez en voz alta, su frase; tomó impulsó y ante la atónita mirada de su padre se arrojó al vacío desde la ventana de su piso (y vivía en un séptimo). Para tranquilidad de todos, se dio un buen chapuzón en el Mediterráneo. Sólo que en su pueblo no había mar.