“Los holandeses que desembarcaron allí no ordenaban “Fuego” como los españoles en Las Antillas. No dieron las gracias al Señor como los cuáqueros en Pennsylvania. Dijeron: “Hoe veel?” (¿Cuánto?)”
Nueva York, de Paul Morand
Los calvinistas impusieron su religión verde al Mundo desde Nueva York, tomaron las columnas de Hércules para sus dólares y luego levantaron los templos a su Dios, que son los rascacielos. Nacida del trueque en Manhattan y con su historia cocida a fuego lento en su vieja calle muro. Imposible abarcarla. Imposible conocerla en su totalidad. Imposible no creerse alguien en la capital del Mundo. Imposible no darse cuenta, luego, de que uno es una mierda.
TIMES SQUARE
Times Square engaña al turista disfrazándose de centro y corazón de Nueva York, porque no es otra cosa que un gran y hermoso anuncio que nunca deja de brillar. Por cuarenta dólares puede uno mostrar su amor o su vergüenza en una de sus mil pantallas luminosas. Las rejillas del suelo que se pisan sin prestar atención son una escultura sonora de Max Neumann que recoge el murmullo de las entrañas de la ciudad para devolverlo a oídos de nadie.
Junto a la estación Port Authority hay una estatua de Ralph Kramden, el personaje interpretado por Jackie Gleason en The Honeymooners que decía la frase traducida al español como “Zas, en toda la boca”. Kramden mira de frente al edificio del The New York Times, que es quien da nombre al complejo y que se puede visitar sea uno o no periodista. También hay un prescindible Museo Madame Tussaud´s (tan absurdo como todos los museos de cera); hombres disfrazados de gorilas y mujeres semidesnudas que reclaman atención; una tienda futbolera de Pelé que no es de las mejores que haya conocido y otras cien mil de todo tipo y muchos espejos reales y figurados en los que perder alma y ego.
Entre la calle 42 y la 59 huele con intensidad a marihuana. La química y la física se alían para evidenciar un problema que se plasma en cualquier rincón de esta capital universal. La gente fuma crack en escaleras y consume fentanilo para acercarse al más allá y convertirse en estatuas de carbono. Los porros están más normalizados que el tabaco. Es el pan de los nuevos romanos en su enorme circo. No hay que asustarse ante la presencia de estos zombis jóvenes. El miedo se lo provocan ellos mismos cuando se despiertan.

La mejor manera de reencontrarse con la humanidad perdida es tumbarse en el Parque Bryant. Ofrecen sesiones de yoga gratuitas a veces y se puede cenar merced a los puestos que lo rodean por un precio desproporcionado para lo que se ofrece.
De entre lo que no siempre se ve en esa zona: La fachada art decó del Edificio Brill y su triste historia; el interior del Fred F. French y el vestíbulo del Daily News por donde se paseó Clark Kent. También con las iglesias. San Malaquías era a la que los actores y actrices de Broadway acudían para encomendarse a San Ginés o a San Vito (patrón de los bailarines). Hacían misas a las once de la noche. La Iglesia de Santa María Virgen, en la calle 49, que fue la primera construida sobre una estructura de acero. En su interior brillan de forma figurada las estrellas que los rascacielos no dejan ver. Más convencional, pero más afamada, San Patricio y el cerdo o hipopótamo trepador que un arquitecto cachondo llamado Charles Matthews colocó en la esquina de Madison con la 51. Cuesta encontrarlo.
La otra Catedral de la ciudad, el Rockefeller center, refleja dos insultos a la inteligencia espetados por el magnate que lo costeó. El mensaje de que “Wisdom and knowledge shall be the stability of thy times”, que está tomado del libro de Isaías y que tiene mucho que ver con el actuar de un plutócrata. El otro es la magnífica escultura “News”, de Noguchi. Según explica el Rockefeller Center: “Noguchi presentó su propuesta para «Noticias» en 1938, y más tarde dijo que la escultura «predijo la guerra». Su diseño enfatiza la importancia y urgencia de que los reporteros entiendan la historia (y la hagan de manera rápida y correcta) durante tiempos cruciales, incluso peligrosos”. Nadie manipula más la información que los ricos y poderosos. Estados Unidos, sin ir más lejos, se ha sacado varias guerras de la manga para su beneficio. Me imagino a Rockefeller, que formaba parte de los llamados “barones ladrones” del siglo XX, fumándose un puro y descojonándose en la tumba mientras retratamos su complejo. Su frase más célebre fue “la competencia es un pecado, por eso procedemos a eliminarla”.
CONTRASTES EN NUEVA YORK
Es muy popular pagar por una excursión llamada “Contrastes” y que promete enseñar las diferentes caras de Nueva York. Es tan cómodo ese recorrido como innecesario, en realidad. Sin desmerecer a nuestro guía ni al corto recorrido que planeó su agencia, los contrastes se encuentran en cualquier rincón de la ciudad. Para conocer lo que se cuece en los cinco distritos de Nueva York –Manhattan, Brooklyn, Queens, Bronx y Staten Island– basta con montarse en el metro y abrir bien los ojos.

El día que dedicamos a “contrastar” arrancó en el “The Manhattan Hotel” de Times Square. Allí se habían dado cita un par de sindicalistas para denunciar que sus gestores eran “Bed Bugs” (“Chinches de cama”) porque pagaban a sus trabajadores a un precio por debajo de los estándares de la zona y que, en consecuencia, estaban sacando grandes beneficios a costa de la clase trabajadora. Para plasmar su queja exhibían un inflable con forma de chinche gigante con una pancarta que decía “Chupo la vida de los trabajadores”.
El autobús nos llevó primero a Harlem junto al típico puente icónico a cuya sombra se encuentra el “The Cotton Club”. No nos paramos en ese lugar, célebre por haber resistido a la ley seca como buen “speakeasy”, por las celebridades que lo regentaron y por dar nombre a un sinfín de establecimientos que no se parecen en nada al original en España. Por cierto, a pesar de estar en el barrio negro de Manhattan no dejaban entrar en sus tiempos gloriosos a negros al local. Hipocresías de Nueva York. Tampoco se consideró recurrente detenernos junto al Teatro Apollo, donde se curtieron voces como la de Michael Jackson, Aretha Franklin, Buddy Holly o Mary J. Blige. Donde sí se detuvo la excursión para nuestra desesperación fue a las puertas del Estadio de los Yankees, que ya se encuentra en el Bronx. Allí el guía, que simpatizaba con los Mets, nos explicó que Florentino Pérez ha sido el responsable de la reconstrucción del estadio. Inmediatamente asocié a los Yankees al Real Madrid (por todo) y a los Mets con el Atlético (por idéntico motivo y más tras haber visto a lo lejos su campo de juego). Al menos nos explicaron cómo posar para salir divinos en una foto junto a la Gate 4 del estadio. Más fotos en el siguiente alto en el camino. En el 1116 de Shakespeare Avenue, al Oeste del Bronx, se encuentran las escaleras en las que Todd Philips, director de la película Joker, decidiera rodar la célebre escena en la que el payaso diabólico representado por Joaquín Phoenix baja al son de un temazo del igualmente perturbado Gary Glitter. Más interesante que las escaleras en sí resultó una farola en la que las bandas de la zona mostraban como en un tablón de anuncios los centenares de tipos de cannabis que eran capaces de dispensar a los interesados. Un aparente pandillero miraba desde la distancia saludando a nuestro guía. El turismo mató el misterio en ciertas zonas.

Como estábamos en el Bronx portorriqueño, la excursión se detuvo en un establecimiento para que comprásemos viandas (sin arroz con habichuelas ni abuela) y bebiésemos una cerveza a un precio más razonable que por las zonas más turísticas. Así que, como cretinos, ahí estábamos conminados a beber una cerveza en una bolsa de papel y a tomarnos una empanadilla caribeña que no estaba mal ni tampoco bien. Se ve que es un punto de reunión de excursiones hispanas porque una mujer malhumorada y con acento fino estaba metiéndole presión a las camareras del Cancún Groceries (tal era el nombre del establecimiento) porque se le iba a ir el autobús. Entre la cerveza y la meada me dio tiempo a retratar el mural de Big Pun, un rapero famoso en su gremio de nombre Christopher Ríos y de origen también boricua que murió a los 29 años con 317 kilos de peso. Hizo más por su comunidad que por su propia supervivencia, parece ser. Nos dejaron pasear hasta un mural que ponía “I love the Bronx” donde tocaba otra foto. Era como vivir diez minutos en la piel de Jennifer López. Tan curioso y retratable como poco estimulante. La gracia de esa expedición es tratar de empaparse, desde la atalaya del confortable autobús, de las mismas caras e imágenes que uno ve al caminar.
Como para demostrarnos que en el Bronx hay de todo -algo que ya no hace falta alguna- el guía nos enseñó una urbanización de aparente lujo en la que vive un amigo suyo que, al parecer, tenía origen sevillano lo que quedaba demostrado en la decoración de su villa. No podemos dar fe.
Después cruzamos a Queens, donde nos dejaron pasear y retratarnos enfrente del Unisphere de Corona Park. Se trata de una construcción diseñada para la Feria Mundial de 1964 y que, creo, salió en la última escena de “Men in black”, al igual que unas torres que eran las lanzaderas de los platillos volantes. Entre las múltiples maneras de salir haciendo el imbécil en las fotos que nos recomendaron aposté por aparecer dando la sensación de rematar la enorme esfera de acero con mi cabeza. Homer Simpson seguro que hubiera dado su beneplácito. Teníamos ganas de orinar de nuevo, pero no nos dejó entrar en el Museo de Queens para hacerlo un empleado que parecía estar dormido. También nos pasearon cerca de las pistas de Flashing Meadows, donde se juega el Open de Estados Unidos.
El recorrido sobre ruedas terminaba en Brooklyn. Primero nos detuvieron en Williamsburg, el barrio de judíos ortodoxos jasídicos. Cuando hice la expedición en 2008 no nos dejaron bajarnos, pero deben haberse acostumbrado al turismo o bien estarán más necesitados de billetes verdes. El guía, que se preciaba de tener también íntimos amigos judíos ortodoxos, nos explicó algunos de sus preceptos más básicos en lo inherente a tradiciones y forma de vida. Los rituales kosher, sus restricciones, su manera de concebir las relaciones humanas… Todas las casas y establecimientos de la calle donde nos detuvimos de Willamsburg tenían en su puerta la mezuzá, que es rollo de pergamino metido en una cajita donde están inscritas dos plegarias: la más solemne del judaísmo, “Shemá Israel” (Escucha, oh Israel«)y «Vehayá im shamoa» (“En caso de que me oyereis«). Lo que más me llamó la atención, al margen de sus ropajes oscuros y pelucas y barbas, es la difícil conjugación entre el presente y el pasado que ellos representan. Es decir: los autobuses escolares con letras en hebreo, los anuncios de rebajas con señores y niños sonrientes posando con sus peot o tirabuzones, una revista para la muchachada que encontré y me traje escrita en yiddish y cuya traducción según Google es “Hogar de niños”… Y todo esto, que tal vez sea por las impresionante, a apenas unas manzanas de la zona más alternativa de la capital del mundo. Antes de despedirnos de la excursión me compré un bollo no kosher en la panadería. El único que se prestó a atenderme fue el empleado centroamericano que no iba vestido como todos los demás.
Nos bajamos del autobús en lo que se conoce como Zona Dumbo, que es el acrónimo de Down Under the Manhattan Bridge Overpass. Hay una pequeña playa rocosa (Pebble Beach) en la que mojarse los pies y mil lugares en los que posar para que los demás vean que has estado allí . Recomiendan almorzar en el Time Out Market, pero a nosotros nos pareció un lugar demasiado bullicioso y ruidoso. Además, el atractivo de subir a la azotea no existía porque la habían reservado para una fiesta privada. La Dumbo es una zona agradable para la evasión temporal. El turista relaja sus ojos de estímulos artificiales y puede encontrar paz en el simple fluir del agua. Es una visita necesaria en Nueva York, imagino. Antes de salir de Dumbo, me tomé la tarrina de helado de precio más pornográfico de mi vida. En Odd Fellows Ice Cream Company me zampé una tarrina que tenía una bola de crema de cacahuete y una especie de dulce de leche por siete euros al cambio. Estaba buena al menos.
Nos quedaba por pisar un “borough” más: Staten Island. Cruzamos el Puente de Brooklyn entre riadas de personas en ambos sentidos. La cotidianidad de quienes trotaban haciendo deporte contrastaba con la de los que disfrutaban de las vistas o trataban de capturar la instantánea más rompedora. No era bajo el número de imbéciles que se montaban sobre la estructura de acero para posar con el fondo de rascacielos poniendo en riesgo su vida y el eterno descrédito para su probable estúpida muerte. De entre la multitud, me quedé con la graciosísima cara redonda de un niño indio con unas enormes gafas de sol. Parecía un muñeco de videojuego. Resaltaba.

Nos dirigimos a Battery, el verdadero origen de Nueva York y tal vez de los Estados Unidos de América como los conocemos. El nombre de esa zona parte de unas baterías defensivas que instalaron allí los británicos a finales del XVII, pero antes había sido parte del asentamiento de los indios lenape y luego parte clave de la Nueva Amsterdam holandesa. La historia se mastica en la verja del parque más antiguo de la ciudad: Bowling Green. Un vallado que se instaló para intentar evitar (sin éxito) que la Jorge III fuera vandalizada. También se siente el peso del pasado en la pequeña capilla de Saint Paul donde George Washington escuchaba misa y donde se puede ver un primitivo sello de los Estados Unidos de 1785 con un pavo en lugar de un águila porque Benjamin Franklin prefería ese animal. En el cementerio de esa iglesia se encuentra el obelisco de William McNeven, que fue una excusa que pusieron los fenianos independentistas irlandeses para conseguir dinero y así conquistar una parte de Canadá para canjearla a los británicos por el control de la Isla Esmeralda. Tal cual de disparatado suena, tal cual fue. Las medidas de seguridad para acceder al recinto evidencian su importancia sentimental para los americanos.
En el cementerio de otra iglesia relativamente cercana, la Trinity Church en Broadway con Wall Street, se encuentra otra lápida más humilde con misterio, la de James Leeson, que murió en 1781 y que junto a simbólicos masónicos y un reloj de arena muestra un conjunto de juegos de tres en raya que encierran un mensaje que se tardó en descifrar unos cuantos años. Lo que quería plasmar este juguetón mortal era el clásico “Memento Mori”, pero con estilo. Que un pazguato de Córdoba como yo haya escrito su nombre aquí evidencia el éxito de su empresa.
En Wall Street se sientan los bancos que empollan el oro de la bolsa. Un edifico modesto para su importancia en la economía mundial y que, como contraste, tiene un pequeño platanero enfrente que simboliza que el mayor mercado de valores se forjó de las reuniones de un grupo de neoyorquinos bajo un árbol como ese en 1792. Los turistas retratan como si se creyeran originales (nosotros también lo hicimos) a la estatua de la niña desafiante que antes estuvo colocada, como reclamo publicitario, al célebre toro enfurecido de Di Modica al que hay que tocarle los cojones para tener suerte. También en la antigua calle muro está el Federal Hall, primer Capitolio de los Estados Unidos y lugar donde George Washington fue investido presidente en 1789. Washington dijo tras su primer combate en 1754: “He oído el sonido de las balas y, créanme, no hay sonido mejor en el mundo”.
La esencia de Battery es su condición de distrito portuario. Desde ahí se toma el ferry para llegar a Staten Island. Es gratis y por eso siempre va lleno. Los neoyorquinos lo usan por necesidad y los turistas para ahorrarse el precio del barco que te acerca para ver la Estatua de la Libertad. En la estación marítima había un músico tocando un violonchelo y, ya en el barco, un cartel que alerta de la escasa cantidad de fentanilo que puede resultar letal incluso en una primera toma. A poco de empezar a navegar ya se encuentra uno a la Estatua de la Diosa Libertas que diseñó Bartholdi y que en teoría regaló Francia a Estados Unidos. Desde finales del XIX acoge a “vuestros rendidos, a vuestros desdichados,/ a vuestras hacinadas muchedumbres que anhelan respirar en libertad”. Al menos eso quiso plasmar la poetisa sefardí y protosionista Emma Lazarus en un versos que sirvieron para sufragar con el patrocinio de Pullitzer el montaje del colosal monumento. Hay quienes se desilusionan al verla porque su simbolismo es infinito en cotejo con su tamaño. Como ejemplo de su universalidad, hay Estatuas de la Libertad por todas partes. Hasta en Cenicero (La Rioja) recuerdo haber visto una en homenaje a la heroica resistencia del pueblo ante las milicias carlistas de Zumalacárregi.
Casi nadie está mucho tiempo en Staten Island por turismo. Y resulta una injusticia porque es un distrito agradable para pasear y, por supuesto, para comprar. El cierre a una intensa jornada de contrastes puede ser relajarse y soltar billetes en el Empire Outlets. No tiene pérdida porque está justo enfrente del puerto de atraque de los ferris. Además, se puede disfrutar de un partido de béisbol en el modesto estadio de los Ferry Hawks de Staten Island. Es uno de los recintos deportivos con mejores vistas que haya conocido. Antes de tomar el barco de vuelta y comprobar la seductora Nueva York encendida, cabe una foto en el Memorial del 11-S junto al puerto.
Se puede hacer todo eso en un día. Damos fe. Lo contrastamos, incluso.

MUSEOS DE NUEVA YORK
Hay 213 en toda la ciudad, de los que 132 están en Manhattan. Vimos tres porque la Frick Collection, el que tiene más encanto de todos, está de reformas. Con el carnet de prensa, además, nos ahorramos los cerca de cien dólares que hubiésemos debido pagar. Del MOMA me quedo con un exquisito Gaugin llamado “Naturaleza muerta con tres mascotas”, el “Yo y la aldea” de Chagall, el Doctor Mayer-Hermann de Otto Dix, la serie “American People” de Faith Ringgold y con cualquiera de los Magritte. También pude conocer la historia de la pintora gerundense de padre egabrense Remedios Varo, que tenía fama de alquimista, gracias a su cuadro “The juggler”. Como en todo museo moderno, también hay algún que otro elemento cuestionable como una camiseta blanca sin más (al menos parecía limpita) y hasta un sillón como hecho de mierda (me gustó, claro).

La obra más hermosa de la colección Solomon Guggenheim es el propio edificio de Lloyd Wright que lo alberga. En los panales que decoran su interior se lanzan -o se lanzaron cuando estuvimos- mensajes de toda índole. Al azar capturé uno de ellos “Moderation Kills the spirit”. Perfecto. Una de sus paredes contiene una preciosa obra del infravalorado Henri Rousseau llamada “Los jugadores de fútbol”, que en realidad están practicando rugby. También se encuentran obras de Toulousse Lautrec, Monet, Cezanne y “La planchadora” de un joven Picasso.
A lo largo de todo el pasillo exterior que da acceso a las salas había obras que repasaban la historia de Estados Unidos de un modo muy crítico. Al abordar la era Trump le recordaban por sus tuits más desafortunados. Cuando el magnate de pelo color zanahoria fue presidente pidió al Guggenheim que le prestara un Van Gogh para colgarlo en la Casa Blanca y la respuesta del museo fue ofrecerle un inodoro de oro de 18 quilates del artista Maurizio Cattelan que, según la entonces responsable del centro Nancy Spector, reflejaba la realidad de los Estados Unidos bajo su mandato. Cuando sale del cuerpo lo mismo vale lo que come un millonario que un indigente. También en la calvinista Nueva York.

El Metropolitan es el Museo que mejor refleja la prosperidad y la magnificencia de la urbe más impresionante del Mundo. Imposible no pensar en todos los mecenas (en su gran mayoría afamado ladrones de guante blanco) timando a lugareños en Europa, África, Asia y la parte sin suerte de América. Una vida entera de turista no daría para conocer todos los entresijos de esta colección. Lo humano es quedarse boquiabierto ante el Templo de Dendur, que tiene el mismo sentido allí que el de Debod en Madrid, o con la delicadeza de la tumba de Elizabeth Boott hecha por su viudo Frank Duveneck, o cuando uno se topa con la reja de la catedral de Valladolid colocada en mitad de una sala. La Catedral pucelana se conoce también como “Metropolitana”. En 1928 el magnate Arthur Byne se presentó en el cabildo de la ciudad con billetes verdes y el diablo, cojuelo pero sagaz, hizo el resto. Para satisfacer a todos los gustos, el Met también tiene obras de arte contemporáneo como el Objeto Indestructible de Man Ray, un (asqueroso) queso con pelos de Robert Gober y luego, claro, vangohgs, seurats, pisarros, brueghels (el viejo, el mejor), vermeers y hasta un tríptico de Patinir que ,es un gusto muy particular, fue la pieza que más me emocionó.
Ir a Nueva York y no ver el Metropolitan no es como no ir a Nueva York. Pero no ir a verlo es un error manifiesto teniendo un poco de sensibilidad.
Por falta de tiempo y energías, no me dio tiempo a visitar ni el museo de las finanzas de Wall Street, ni uno que se encuentra en un montacargas en el 4 de Cortland Alley, ni el Whitney ni tampoco el del sexo o el de los helados. Luego está el Museo de Historia Natural si a uno le gustan los animales o es un enamorado del turismo kalenji. En 2008 ya estuve. Por fuera es muy hermoso.
UN PARTIDO DE BÉISBOL
Los estadounidenses aman la dimensión social del deporte. El béisbol es su deporte nacional y los primeros golpes de bate reglados se dieron en Nueva York gracias a un bombero llamado Alexander Cartwright y su equipo llamado los Knickebockers. Fuimos a ver un encuentro de los Yankees ante Tampa Bay un domingo después de que el sábado ya hubieran perdido 9-1. Resulta llamativo que los equipos jueguen varias veces en una misma semana entre ellos y también la manera con la que los aficionados asumen el juego.

El choque empezaba a las 13:30 y tuvimos que hacer una larga y sosegada cola a pesar de llegar al recinto un cuarto de hora tarde mientras conocíamos que Biden renunciaba a ser presidente. No parecían tener prisa por ver el partido aunque ya se lo estuvieran perdido. Es más, al entrar muchos aficionados –no turistas como nosotros, sino auténticos seguidores– se iban con urgencia a hacer cola para comprar un perrito, unas alitas de pollo o una cerveza en lugar de buscar su localidad para atender a lo que sucedía sobre el verde. Los había que preferían quedarse en alguna de las múltiples tiendas oficiales del equipo o negociando con los pintorescos vendedores de colecciones de cromos que tentaban en los accesos, pero lo más extraño era lo de los fieles que preferían ver desde dentro del campo el encuentro de espaldas en el televisor de alguno de los muchos bares del estadio.

El almuerzo del estadio fue el más caro y el peor de todos los que tomamos en Estados Unidos. Por un perrito con un pan repugnante, un poco de pollo empanado y dos cervezas pagamos en torno a cincuenta dólares. El espectáculo para los sentidos, eso sí, es único por las múltiples pantallas y la buena visibilidad del campo. Los Yankees volvieron a perder, pero eso no le importó a nuestro vecino de localidad que acabó literalmente dormido en su asiento. Apenas tres o cuatro seguidores parecían quejarse del tanteo y lo hacían más por dar la nota que por mero sentimiento. Al acabar el encuentro -afortunadamente han obligado a que las entradas en las que se divide el juego se hagan más rápidas- las tiendas seguían llenas de potenciales compradores a los que no les temblaba el pulso para adquirir recuerdos. Nos compramos una pelota y me hice una foto entre los retratos de los legendarios Babe Ruth, Lou Gehrig y Joe Dimaggio. Al salir del Estadio vimos en un campo aledaño un partido de fútbol (soccer) que apenas reclamaba la atención de los viandantes.
COMER o BEBER EN NUEVA YORK
No voy a explicar dónde comer o beber en Nueva York, sino dónde y por qué fuimos nosotros. Y si, a nuestro juicio, compensan. La primera noche nos dimos un homenaje en el Trailer Park Lounge and Grill (271 West 23rd Street). Pedí la Hamburguesa de la venganza de la suegra y quedé muy satisfecho. La ecléctica decoración y la simpatía de la camarera ayudan a que la experiencia sea gloriosa. Lo malo, como en todos los sitios, el exagerado precio de la cerveza: Más de ocho dólares.

El día de Museos, por las prisas, almorzamos una crepe que compramos en un puesto de Central Park. De sabor no estaba mal, pero su precio era exagerado para su dimensión. No merece la pena.
En Chinatown fuimos al Xi’An Famous Foods de la calle Bayard, que luego descubrí que era una franquicia. Una pena. Los dumplings tenían un tamaño gigantesco y estaban ricos, pero nadaban en salsa. Los noodles tenían generosos trozos de carne y eran muy picantes. La ensalada de tofu, como casi todo lo que está hecho con tofu, resultaba difícil de comer. Al menos, pedimos un Sour Haw Berry Tea agradable. En una tienda de dulces en esa misma calle probé una especie de magdalena enorme china que estaba esponjosa y no sabía a nada.
De donuts fuimos al Caroline´s (1631 con 2º Avenida). Muy ricos los dos que tomamos. Precio estándar de la ciudad -3,50-4.00 dólares el bollito-. En casi todos los sitios de donuts dicen que son los mejores de Nueva York. Sin complicaciones, con una caja de los Krispy Kreme de cualquier supermercado puedes también tener una experiencia orgásmica en tu boca.
Probamos también las porciones de pizzas de a dólar en el Times Square Fresh Pizza. Se pueden comer y dan el apaño. Son simples margaritas que han de cumplir el requisito de ser comestibles haciéndose un gurruño con una mano para poder devorarlas caminando. Experiencia muy positiva acompañada de un Canada Dry.
Correcto fue el almuerzo en el restaurante de ensaladas Sweetgreen de la Zona Dumbo y una cena en el Totto Ramen de Hell´s Kitchen También fue una experiencia positiva la cerveza que nos bebimos en la Fraunces Tavern de Pearl Street. Es más que una taberna un auténtico museo de la Revolución que incluso fue objeto de un atentado por un grupo independentista portorriqueño. Cerca de diez dólares nos pidieron por una caña de Wolf Hound. Lleva a gala ser el edificio más antiguo que aún subsiste en Manhattan y entre sus joyas conserva un diente de Washington. Otros lugares que me resultaron agradables para beber un trago en Nueva York fueron el Local 42 cerca de Times Square -ambiente delicioso por sórdido- y el O´Hara´s (120 Cedar Street), un pub que fue destrozado en el 11-S tras haber sido un primer refugio para muchas víctimas del atentado y que ahora es punto de encuentro y homenaje internacional para bomberos. Es impresionante la decoración de sus paredes y además se puede pedir un libro de recuerdos de esa catástrofe.

Con mucha (pero mucha) paciencia puede compensar el Katz´s Deli. Es un restaurante clásico de la ciudad donde se ha de guardar cola de cerca de una hora para pedir uno de sus deliciosos sándwiches. Se cuenta que durante la Segunda Guerra Mundial los hijos de los propietarios, Lenny Katz e Izzy Tarowsky, estaban de servicio en Europa y la tradición familiar de enviar comida a sus hijos se estableció como el eslogan de la empresa «Envía un salami a tu hijo«. ¿Caro? Sí ¿Compensa? Yo soy muy impaciente y no repetiría… pero también lo visité en 2009. Pedir un Reuben con sus avíos y una Dr. Pepper es definitivo.
La única experiencia categóricamente negativa en lo que a comer y beber se refiere en Nueva York la vivimos en el Estadio de los Yankees. Una IPA por 12 dólares y un perrito caliente que era un pan pasado y una simple salchicha industrial por 15. Denunciable. Si vais a ver un partido de béisbol, id almorzados o mascad mucho chicle…
INFINITA NUEVA YORK
Comprendo que quien haya tenido la paciencia de leer hasta aquí y haya viajado a Nueva York pueda estar echando en falta cosas que le impresionaron y que no han sido mencionadas. Desde una visión de la ciudad desde algún rascacielos –el Top of The Rock, el Summit, el The Edge o el más clásico Empire State Building– al Museo y Memorial del 11-S pasando por algún musical de Broadway (no me gustan los musicales pero hubiera ido a ver el de “Regreso al futuro”). Pero la ciudad de nuestra época no permite más en menos. Ni tirando de suela y dólares se evita la dolorosa sensación de elegir. Una semana es poco tiempo para Nueva York. Una vida entera, supongo, tampoco daría para Nueva York. De manera somera, enumero otras curiosidades de la ciudad que o bien vimos o bien pasamos por ellas.
–Las oficinas principales de los Cazafantasmas: En la 14 North Moore. Dan Aykroid decidió que una estación de bomberos de 1903 en uso sirviera de localización para la inolvidable película de 1984. Está en uso, por lo que verla por dentro depende del azar. También apareció en Seinfeld. En 2011 estuvo a punto de ser clausurada, pero la salvó una campaña en la que participaron entre otros el actor Steve Buscemi, que fue bombero en Nueva York en los ochenta.
–La nueva estación del World Trade Center de diseño futurista. Hecha por Calatrava y que representa las alas de una enorme ave. Se conoce como el Oculus y, al margen de ser de un nudo de comunicaciones para la ciudad, es un enorme centro comercial y de restauración donde perderse.
-Conocer la McSorley´s Old Ale House, de 1857, la cervecería más antigua de Nueva York (o eso dice) y que conserva un cartel de búsqueda de John Wilkes Booth, el asesino de Lincoln en 1865. 100.000 dólares era la recompensa.
– Cortlandt Alley, que es la típica estampa de película ambientada en Nueva York. Un callejón en el que poder imaginarse ser emboscado o emboscar. Huir o perseguir. Ser héroe o villano. Se ven frecuentemente avisos de “prohibido aparcar” por estar reservada la zona por equipos de producción.
-Retratar el hermoso reloj de Herald Square en el cruce de la sexta avenida con la 34 y Broadway. Un artefacto que estaba sobre el edificio del New York Herald y que representa la diosa de la sabiduría Minerva.
-Pasar por Grand Central Terminal. Con sus características bóvedas de ladrillo del valenciano Rafael Guastavino. También juguetear en su galería de susurros o tomarse una ostra en su célebre Oyster Bar.

-Los murales “Harbors of the world” de la primera planta del Three World Financial Center, también conocida como la American Express Tower. Craig Mc Pherson, su autor, eligió para sus colosales pinturas los puertos más importantes del mundo: Hong Kong, Venecia, Estambul, Sidney…
-Ver el Templo Budista Mahayana en Chinatown y pagar un dólar para que te digan si vas a tener mala o buena suerte a corto o medio plazo.
–Comprar mucho. En cualquier tienda menos en las de recuerdos NYGifts de Times Square, cuyo precio es descabellado comparado con el de otras zonas de la ciudad. Y volverse loco en los outlets es casi imprescindible. En el Macy´s de la 34 se puede uno montar en las escaleras mecánicas más antiguas del mundo (1920).
-Entrar en el precioso edificio de la NBC y visitar el lugar donde se graba el “The Tonight show” con Jimmy Fallon. Si se es muy mitómano, se pueden comprar productos bastante chulos en su tienda.
–Correr por Central Park. Volar sobre el cemento a buena hora de la mañana esquivando los cadáveres de la noche y disfrutando de una insólita calma en la vorágine y adentrarse luego en ese inabarcable lugar sin que todavía esté ocupado por hordas de corredores, ciclistas y caminantes. Ponerse metas para incentivarse como el Edificio Dakota y el mosaico de los Strawberry Fields o las ruinas de una mítica población llamada Séneca y que se albergó en ese lugar. Con gps no tiene pérdida. Sin gps, sabiendo contar hacia delante o hacia atrás (la 41, la 42…), tampoco. A quienes nunca correremos la maratón de Nueva York nos puede provocar el llanto de alegría o de pena. O ambos.

“Capitulo primero. Adoraba Nueva York… era su ciudad y siempre lo sería”.
Así comienza la Manhattan de Woody Allen. Es imposible no sentir algo por Nueva York. Odio, amor, repugnancia, admiración… Incluso habiendo estado allí uno parece no creer que ha estado allí. O que le falta una Nueva York por ver. Es la magia de una ciudad que más que nunca dormir no permite que nadie que la haya visitado descanse hasta conocerla del todo (algo que jamás sucederá).
Bendito sea este texto si a alguien le sirve de algo.
P.S. Infinitas gracias a Lole por su paciencia y por todo.














