Hace exactamente veinte años, a las 21:15 del 30 de junio de 1999, Rodado Rodríguez pitó el comienzo del partido que cambió la historia de un club y reajustó la mentalidad de sus aficionados. En el Municipal de Cartagena no hubo testigos dichosos porque los cordobesistas encontraron la excusa perfecta en la declaración de guerra del pájaro del presidente rival, el tal Florentino Manzano (quien recibiera al Córdoba ataviado con un casco con cuernos).
El Cartagonova jugaba el partido de su supervivencia, pero afortunadamente no lo comprendió. El champán que enfriaban en sus neveras aguardó once años hasta ser descorchado, y ya entonces aquel equipo ya había dejado de llamarse Cartagonova. La invencibilidad dura muy poco, meditaba Gil de Biedma en su diario de un poeta seriamente enfermo. Nadie había ganado en el estadio municipal de Cartagena durante esa temporada 98-99. Afortunadamente no lo tuvieron en cuenta.
Para llegar con opciones a ese 30-J el Córdoba había tenido que superar un par de imposibles. Nuestra primera vida en ese play-off la habíamos perdido en León, en un partido tonto que podríamos haber ganado, por culpa de un gol de un suplente llamado Meca que al año siguiente ganaría una Champions con el Madrid por jugar 29 minutos ante el Dinamo de Kiev. Del resto del camino recuerdo mejor, el fútbol te asoma al precipicio con más comodidad que a la gloria, dónde padecí el 5-0 de Ferrol (que casi cuesta una vida) que dónde disfruté con el 1-0 de Espejo a la Cultural. Sé que estaba en Madrid. No recuerdo más y me da mucha rabia. Alfonso Espejo es uno de los héroes que merecerían tener una puerta en el estadio si algún día tuviéramos una propiedad que sintiera este club como algo más que suyo. Probablemente la calva de Espejo sea una buena atalaya desde donde mirarnos veinte años después. Más viejos, pero no necesariamente más feos. Más castigados por la realidad, pero no necesariamente menos soñadores. Más descreídos y más engañados, pero no por ello menos ilusionados. Aunque cueste. Aunque nos cueste muchísimo.

Me contó Escalante para mi libro Infinita Pasión que “lo fundamental de una liguilla de ascenso es (era, ya no se juegan) depender de ti mismo. Es la clave. Si después de lo de Ferrol hubiera sido el siguiente partido fuera de casa tal vez la historia habría cambiado, pero jugamos dos seguidos en El Arcángel”. En Cartagena, sin embargo, el control estaba entre las piernas de los departamentales. A Alfonso Espejo le dijeron algunos futbolistas rivales antes del partido que no tenían nada que hacer. A Espejo. Al delantero del Córdoba. El equipo que menos cree en sí mismo y que, justo por eso, suele responder mejor en las situaciones más desesperadas.
El transcurso de la noche fue algo así. Prólogo: el Cartagena complica el calentamiento del Córdoba mientras Escalante le cuenta a Requena que juegue como lo haría en su pueblo, La Victoria; Exposición: banda sonora de “We are the Champions” en la megafonía del estadio y gol de penalti que únicamente vio el árbitro y que anotó Keko; Nudo: Hostias de gloria de Ramos y Óscar, los dos refuerzos Deus ex machina, en sendos misiles que Trujillo adornó con dos estiradas manieristas e inútiles; Desenlace: Litri exhibiendo su San Rafael mientras la expedición y algunos periodistas felices se guarecían en el vestuario.

Lo de Cartagena me pilló en Madrid, en mi Colegio Mayor. Esa tarde había estado haciendo el cafre en el Parque de atracciones y, al volver, me encerré en una habitación para vivir lo que tuviera que pasar a través del móvil. No había radio. No había internet. Angustia sí. El gol de penalti me envió al comedor para tragarme las burlas de mis compañeros de otras latitudes con equipos más poderosos. El 1-1 me puso de rodillas delante de un plato de sopa ante la estupefacción de cuantos me rodeaban y el 1-2 me hizo batir el récord municipal de cien-metros-vallas-haciendo-la-peseta en el salón principal de aquel lugar de la Ciudad Universitaria. Mi padre puso su teléfono junto a una radio en Córdoba y así pude enterarme del final de las penurias y de la entrada del que ya sabía iba a ser el único equipo al que podía querer en la bendita medianía de la Segunda División. Habíamos conseguido nada más que alcanzar nuestro estándar histórico, pero para una generación de cordobesistas el fracaso era la medida de todas las cosas.

Al día siguiente, con la resaca, muchos corrimos a comprar el Marca. Ver el escudo en la tabla de los refuerzos de Segunda división supuso una sensación como la de quien descubre el color o como quien escucha una canción muy vieja pero bien versionada. Tardé una semana en ver los goles que aliñaron la gesta. Bellísimos. Los dos de falta. Uno desde un costado y el otro desde el otro. Uno a un ángulo y otro al otro. En mis cinco años de elucubraciones sobre cómo sería vivir un ascenso nunca imaginé un estuche más pulcro para un recuerdo tan valioso.
Cuenta Mark Nelissen –en realidad lo asumen todos los antropólogos- que el dolor es una adaptación biológica. Que viviríamos menos años si no sintiéramos dolor. Subiremos muchas más veces y viviremos muchas más historias de dolor. Pero a Segunda, muchos, siempre habremos subido en Cartagonova el 30 de junio de 1999.
