Viaje a Berlín y Hamburgo

Berlín hasta el siglo XX

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Adoquín pintado cerca del museo de Pérgamo

‘Ich bin was Ich bin, weil Ich getan habe was Ich getan’. Soy lo que soy, porque hice lo que hice. En un adoquín cerca del museo de Pérgamo encontré pintada esa frase. El grafitero se la atribuye a Elia Kazan y yo no se lo discuto. Creo que es un eslogan que define perfectamente Berlín.

Berlín nació hace dos días para la historia del Mundo, pero ha empleado bien (y mal) su tiempo para darse a conocer. Hasta que perdió -menuda paradoja- la Guerra de los Treinta años no empezó a ser tenida en cuenta por los electores prusianos. Para repoblarla (tenía apenas seis mil almas) primero llamaron a los judíos y luego a los hugonotes. De ambos les interesaba el dinero y, además, a los primeros les podían echar la culpa si algo iba mal y con los segundos refinaron sus germánicas maneras.

En el XVIII un rey llamado Federico comienza a labrar la fama guerrera de estas gentes (en realidad, Arminio en Teotoburgo ya dio pistas de su fiereza). A su hijo, homosexual y más dado a otro tipo de guerras, le puso las pilas decapitando a su amante -un tal Hans- en su presencia. Ese hombre, traumatizado y resentido, fue luego Federico el Grande. Un soberano que legó a la historia la frase ‘Jeder nach seiner Façon’ (vive y deja vivir). Prusia crece con él a pesar de sus múltiples enemigos y Berlín también. De esta época da testimonio la puerta de Brandenburgo, cuyo principal mérito radica en su propia pervivencia. Al complejo lo corona una victoria que mira con desdén el edificio donde ahora (y siempre) se encuentra la embajada francesa. Nos contaron que al primer dueño del hortera hotel Adlon que se encuentra en la Pariser Platz (la que precede a la puerta y que debe su nombre al triunfo en 1870 sobre sus vecinos) le mató la petulancia de cruzar ese monumento de un lado al otro por la parte reservada a los nobles. ¿El motivo? Que ya en su época la nobleza estaba siendo superada por la industriosa burguesía y que le atropellaron no una sino dos veces. En ese Adlon, por cierto, se alojó Michael Jackson aquella vez que le dio por el lanzamiento de bebés.

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La Pariser Platz debe su nombre a la victoria sobre los franceses en 1870

Pero hablábamos del Berlín del XVIII y XIX. El del poco original palacio de Charlotenburgo, la multiconfesional y majestuosa plaza Gendarmenmarkt y la columna de la victoria de Tiergarten (antes estaba frente al Reichstag, pero a Hitler le molestaba su panorámica). Es una Berlín tecnificada, pujante, con libertad de culto y (casi) de prensa. Sí, de acuerdo, en 1848 hubo sus muertecitos por un levantamiento popular, pero nada en comparación con lo que se vivía en otras latitudes. En sus monumentos de influencia guillermina se notan sus prisas por entrar en la historia. Consiguen ser capital de un imperio y edifican a su propio modo (el Gründerzeit es su particular versión del neoclasicismo historicista). Unter den Linden rivaliza con los Eliseos, sus cafés mejoran los de Viena, toda Europa se asombra con los prodigios de la universidad humboldtiana que pare a Einstein y Marx. Fíjense si Berlín cambió el mundo tal y como lo conocemos. Todo hacía indicar un siglo XX en el que Kant y Nietzsche dominarían el mundo y Berlín sería la nueva Roma. No les quiero hacer un spoiler, pero creo que ya saben cómo acaba el cuento. Y ya saben: se es lo que se hizo.

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Mercadillo navideño de Gendarmenmarkt

Berlín siglo XX

Empiezo a escribir esta segunda visión de Berlín desde las alturas de un boeing 737 de la Norwegian. De la sima a la cima, porque hoy también me sumergí en un submarino soviético, pero eso lo contaré al hablar de Hamburgo.

«Berlín es una ciudad pobre, pero sexy». Un alcalde de Berlín, Klaus Wowereit, definió así su ciudad. Lo cierto es que durante el siglo XX todo el mundo ha girado en torno a Berlín como en un Aleph de intereses. Ninguna ciudad como ésta ha muerto para resucitar y luego volver a morir hasta disolverse y reunirse en tan poco tiempo. Y eso, claro, deja huella.

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Antiguo ministerio de la Luftwaffe de Goering, hoy sede de la Hacienda germana

Dejamos a Berlín a finales del XIX enseñoreada y con ínfulas. Capital de un nuevo mundo en el viejo. Unida sentimentalmente –para bien con unos y para mal con otros- a sus vecinos, fue arrastrada a una guerra absurda que dejó a sus hijos jugando por las calles con fajos de billetes de millones de marcos que valían menos de lo que costaban. En 1916, justo en mitad del conflicto, el Kaiser añadió ‘Dem Deutschen Volke’ (para el pueblo alemán) a la fachada del Reichstag. Los espartaquistas de Luxemburgo y Liebknecht lucharon por las ruinas de ese edificio y de todo lo que simbolizaba con los socialdemócratas. Vencieron los segundos a tiros desde el Palacio real que ya no existe y en Weimar (un pueblo cerca de Berlín) dotaron por vez primera a los alemanes de voz y voto real. Arrancó entonces una era de raro florecimiento en Berlín. Zweig la definió como “Babel del mundo. Bares, parques de atracciones y tabernas florecieron como champiñones. Fue un verdadero gran sabbath, que convirtió en perversión su vehemencia y amor por el sistema”. George Grosz, berlinés comunista y luego berlinés a secas, caricaturizó con certera objetividad el militarismo prusiano antes de exiliarse, regresar, morirse borracho de una caída por las escaleras y ser enterrado en el cementerio de Heerstrasse. Triunfaban los cabarés y la Garbo. El desenfreno. Todo hasta que llegó el pequeño cabo austriaco y pintor fracasado.

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La cúpula del Reichstag de Foster sobre los muros de hormigón del monumento a las víctimas del Holocausto

Hitler odiaba Berlín y todo lo que representaba. A él le ponía más –en realidad… a saber lo que le ponía a ese loco- el folclorismo bávaro y la estética wagneriana. Quemó todos los libros que no le gustaban en la Bebelsplatz y ahora para recordar el hecho han colocado una cita en el suelo de Heine –“donde se queman libros se terminan quemando personas”- que alude a la inquisición española (manda cojones que nos pringuen en ese tema). Tanto odiaba, decíamos, Hitler a Berlín quemorganizó con Speer una nueva ciudad sobre la degenerada capital a la que iba a llamar Germania. No construyó nada, pero sí arrasó la capital del país que teóricamente amaba. Ahora los guías enseñan el lugar donde murió y fue quemado. Es el vulgar parking de una comunidad de vecinos de un bloque construido al estilo soviético. Uno trata de imaginar y no imagina. Mejor.

Berlín murió por culpa del nazismo, a pesar de que aún quedan en pie como legado esvástico el estadio donde Jesse Owens le hizo la peineta deportivamente al Führer y el ministerio de aviación de Goering, que fue conservado por ambos bloques para sacarle todo el partido posible y que ahora sirve a las dependencias fiscales de la Merkel. En cualquier caso, impone, como impresiona la Topografía del Terror, un museo ubicado donde estuvo la sede de la Gestapo.

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Uno de los muchos coches Trabant que aún circulan por Berlín

A partir del 45 los berlineses fueron unos parias. Muchas de las mujeres fueron violadas y todos fueron usados como mercancía en los vergonzosos episodios de la guerra fría que se desarrollaron allí. En el Checkpoint Charlie un oficial americano quiso acceder a una Ópera en el sector soviético y los ivanes no le dejaron pasar. El hombre llamó a sus colegas y en una horita se plantaron unos cuantos M-60 Patton y otros tantos T-55 del otro lado. El gusto musical del yanqui pudo haberle costado la vida al mundo. Y pasó en Berlín. Hoy el Checkpoint Charlie se ha convertido en una especie de parque de atracciones.

Y entonces la ciudad se partió en dos. Y muchos murieron de ganas de atravesar unos cuantos muros. Y cayeron plazas, casas e iglesias. Y ahora una línea recorre Berlín como un camino de Alicia hacia ninguna parte, como el mismo monumento a los judíos asesinados de Eisemann. El sinsentido terminó en 1989. Los berlineses han sabido reconducir y hasta reescribir su historia. Han hecho de los robustos trabant y del carismático Ampelmann sendos iconos del cambio. La RDA es ahora un objeto de culto, a pesar de la Stasi y de todos sus destrozos. La Karl-Marx-Alle donde antes se hacían desfiles grises y su café Moscú donde sólo unos pocos podían dialogar libremente han entrado con justicia en las guías de viajes.

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La impresionante cúpula del Sony Center de Postdamer Platz

Berlín ahora sobrevive y crece sin límites. Ha hecho de lugares profanos desolados como la Postdamer Platz templos de la modernidad para olvidar su sufrimiento y de lugares sagrados como la Gedachtniskirche de Guillermo memoriales para recordarlo. Y se divierte, por ejemplo, en un lugar fascinante llamado Klo –diminutivo para el W.C. en alemán- en el que el dj se encarga –desde 1973- de simular pedos en las cercanías del baño cada vez que algún incauto trata de orinar o de articular toda clase de ingenios mecánicos para hacer de lo más incómodo la ingesta de la cerveza (en orinales, por cierto). Eso para todas las edades. La muchachada pelea por ser lo más diferente posible entre los grafitis del Dead Chicken Alley de Hackescher Markt o en los barracones cercanos a la parada de metro de Warschauer strasse (justo donde Honecker y Brezhnev se besan en piedra).

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Dead Chicken Alley, un callejón cercano al Hackescher Markt

Berlín es única porque ha sobrevivido a su propio destino. Y es lo que es, como dijimos en la primera entrega, por lo que ha hecho. Ha pagado su osadía de ir por delante de su tiempo varias veces. Ahora respira, disfruta y sueña sin sentirse responsable de nada más que de su propio destino. Dijo el premier británico Gordon Brown que los berlineses durante la guerra fría tuvieron el valor de soñar en la oscuridad. Ahora, por fin, sueñan despiertos.

Hamburgo

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El Ayuntamiento de Hamburgo

Hoy hablaré de Hamburgo. Ciudad libre y hanseática. Enorme puerto de mar entre el Elba y el Alster. Un poeta de tienda de recuerdos llamado Hermann Jonas –allí aún los hay-  resume en su Willkomm Höft el espíritu hamburgués: “In Wedel an der Elbe zu jeder Jahreszeit werden Schiffe empfangen… möglich gross, schwer und breit”. En Wedel (un antiguo pueblecito ya anexado por la urbe) por el Elba como cada año recibirán a los barcos, unos grandes, otros pesados y anchos. Y a todos les darán la bienvenida (Willkomm Höft).

Hamburgo está llena de melancolía de barcos que vienen y van. De marineros desdentados y en silla de ruedas que aguardan que el mar se les lleve mientras observan con indisimulada nostalgia los tiempos en eran ellos los que podían gobernar sus naves de sus vida. Es una Gotham City cuando el sol cae en la que –por no imaginarse- no se imagina uno ni un Batmóvil rodando. Es una de las concentraciones de población más antiguas de Alemania que, sin embargo, volvió a nacer primero en 1842 por el fuego y luego en 1943 a bombazo limpio por la locura humana.

La plaza del Ayuntamiento es el lugar más retratado por los turísticas, pero dista mucho de ser la imagen más real de Hamburgo, como tampoco lo son los puestecitos de Glühwein –ese vino caliente que David Gistau bautizó este mismo fin de semana en su columna del ABC Semanal como “vómito del borracho que expulsa, mezcladas, la cena y la bebida-. No, Hamburgo no admite tibiezas ni mejunjes pochos por mucha oscuridad que reine cuando cae el telón de la noche (a las cuatro en invierno).

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Gárgola, andamios y visión de la ciudad desde la torre de la iglesia de San Nicolás

En Hamburgo uno se congela por los canales del Nikolaiviertel o de la Hafen City. Siente vértigo subiendo a la torre de San Nicolás –fue el edificio más alto del mundo durante dos años a finales del XIX- y luego pánico hundiéndose en sus ruinas, porque fue destruida esa iglesia durante la Operación Gomorra de los aliados en el 43. Toda la ciudad, de hecho, quedó arrasada en un noventa por ciento y hubo barrios enteros –Billbrook por ejemplo- clausurados para evitar epidemias. Los prisioneros de Neuengamme, el campo de concentración vecino a la ciudad, fueron los que –en algunos casos descalzos y sin guantes- apilaron los restos humanos junto con los escombros. La exposición en los bajos del memorial de esa San Nicolás es esclarecedora.

Pero Hamburgo también es Saint Pauli. Luces de neón que señalan dónde queda el pecado. Una comisaría de Policía que, en sí misma, parece otro burdel. Un barrio rojo en el que los Beatles camparon un tiempo a sus anchas y a quienes ahora dedican una cutre y simple plaza. Reeperbahn no epata, pero sí tener a un palmo a policías armados con automáticas cortando calles con miradas de inquietud. Desconozco aún si lo que vi fue un control por drogas o por yihadismo, pero las caras de quienes comprobaban el espectáculo eran de absoluta normalidad. Como si fuera cosa corriente.

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Fuegos artificiales el día 31 de diciembre sobre el Alster

Por allí se puede cenar muy bien en un restaurante griego que no admite tarjeta –Olympisches Feuer, calle Schulterblatt 36- regentado por hinchas del Panathinaikos y del Saint Pauli. De paso, voy a hablar un poco de fútbol. El Hamburger S.V. nunca bajó a Segunda y ganó una Copa de Europa y una Recopa –entre otras cosas-, pero en Hamburgo la gente parece del Saint Pauli, que nunca ha ganado nada más que efímeros pasos por Primera. El club del Millerntor es gamberro, punkarra, de izquierdas y multicolor. Y además, ha hecho suyo el emblema pirata y vende sus productos oficiales como churros, cagándose un poco en su propia ideología anticapitalista. Los paulistas se mofan de que el estadio de sus enemigos está muy lejos del centro. Es como si Madrid fuera mayoritariamente del Rayo, para que me entiendan.

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Uno de los típicos locales de la Reeperbahn de Saint Pauli

Estuve en Hamburgo el 31 de diciembre. El hotel estaba cerca de la estación central, en una calle que más parecía de una escena de intifada con decenas de jóvenes lanzándose petardos sin tener la más mínima consideración con quien no quisiera jugar con ellos. Luego, como poseídos por el espíritu de Vulcano, el resto de la ciudad se fue contagiando de ese espíritu pirómano que terminó quemando calles y haciendo peligrosa la deambulación. Refugiados en un restaurante español –tomando un cuestionable pavo en salsa- y bebiendo vino de Alicante y anís La Castellana comenzamos a celebrar un cambio de año que terminó junto al Alster viendo unos fuegos, estos sí, profesionales, organizados y espectaculares.

La resaca del año nuevo, entre paseos por el puerto y disfrutando por fin de la luz, fue menos. Nos metimos en un submarino U-434 soviético. Una nave fletada en el 76 y que concentraba a 84 tripulantes en 90 metros. Sí, como pueden imaginar resulta claustrofóbico caminar sin presión entre tuberías, mandos y demás instrumentos de navegación (con o sin resaca, no olvidemos que en el fondo –nunca mejor dicho- eran rusos).

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Puerto de Hamburgo con el Landungsbrücken de fondo

Barcos. Barquitos que van al mar que debe ser el morir. Una ciudad que deja sensaciones contrapuestas. Y otro viaje que termina. Rilke –que no era alemán, pero escribía en esa lengua- contó: “De nostalgias infinitas ascienden hechos finitos, cual débiles fuentes que temprano y temblando se inclinan”. Uno recuerda al marinero anclado en el puerto. Y suspira.

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Submarino U-434 que se puede visitar en el puerto de Hamburgo

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