Eugen Weidmann no era un santo, ni mucho menos. Era un alemán alto, fuerte y de buena presencia que decidió labrarse una fortuna de manera ilegal. Comenzó atracando a pequeña escala en Saarbrücken –a donde le habían enviado sus padres para protegerle de los bombardeos de Frankfurt durante la Gran Guerra– hasta que a los veinte años (en 1928) fue atrapado y luego condenado a cinco años de cárcel. En ella conoció a otros dos ladrones de poca monta –Roger Million y Jean Blanc– a quienes no les costó convencer para actuar como una banda organizada.
Tras salir del trullo, los tres se mudaron a Francia, instalándose en la casa de campo de un tío de Jean. Allí convienen que la mejor forma para hacerse de oro sería robar a cualquier precio a los incautos turistas que cada año atestaban el país galo.
La primera víctima de la banda de Weidmann fue una bailarina norteamericana llamada Jean de Koven, que se enamoró del alemán y cayó en su trampa. Antes de ser drogada, estrangulada y luego enterrada, llegó a escribir una carta a su mejor amiga que decía: “He conocido a un alemán alto, guapo e inteligente que se llama Sigfrido. ¿Me tocará otro papel wagneriano? ¿Quién sabe? Mañana voy a visitar su casa de campo, que está muy cerca de la mansión que Napoleón le regaló a Josefina”. Tenía 22 años.
A Weidmann le debió gustar la sensación de matar. No tardó mucho en contratar los servicios de un chófer –Joseph Couffy– a quien pidió que le llevara a un pueblo de la Riviera francesa. Allí le mató de un disparo con su arma favorita y se quedó con su coche. La banda también se cargó a la enfermera Janine Keller, a quien engañaron con una falsa oferta de trabajo y al productor Roger LeBlond. Tampoco le importaba a los forajidos acabar con la vida de viejos amigos como Fritz Frommer, un ex presidiario con el que coincidieron en Saarbrücken y que, como judío que era, se había exiliado de la Alemania nazi. Le mataron para robarle sus magras pertenencias después de inventarse que estaban organizando un movimiento de exiliados para dar un golpe de estado en su país.
Su gran error se produjo al asesinar al agente inmobiliario Raymond Lesobre. Éste solía tomar muchos detalles de sus potenciales clientes –como tal se hizo pasar Weidmann para matarle y robarle sin más miramientos una vez tuvieron confianza-. Esos datos sirvieron a la policía para localizar la mansión de los criminales. Una vez en ella, Weidmann les invitó a pasar para dispararles luego, pero erró sus tiros y los agentes le redujeron sin tener que usar sus armas.
Durante su estancia en la cárcel de Versalles cooperó con la policía, pero dijo no arrepentirse de ninguno de sus actos, salvo el de la muerte de Jean de Koven (algo de humanidad debía quedarle a Eugen). El juicio superó en Francia en popularidad al del célebre Landrú (el de la canción “Landrú mató a una vieja”) y terminó con la sentencia a la muerte por decapitación en guillotina de Weidmann, la perpetua para Roger Million y diez meses de cárcel para Jean Blanc.
Tras fracasar las tres apelaciones planteadas por los abogados de Weidmann, el 17 de junio de 1939 Eugen Weidmann fue guillotinado públicamente en el exterior de la cárcel de Versalles.
Y dirán, ¿qué pinta Saruman en todo esto? Pues resulta que el actor sir Christopher Lee, que entonces tenía 17 años, se encontraba en París visitando a su amiga periodista Webb Miller y justo ese día de junio se encontraba entre los pocos testigos de esa horrible forma de ejecución. Tanta fue la conmoción que causó la terrible muerte por separación de la cabeza del tronco de Weidmann que el presidente de la República francesa Albert Lebrun prohibió que esta pena capital se llevase a cabo en público (en ‘privado’ se siguió ejecutando a guillotinazos en Francia hasta 1977 y se abolió en 1981)
Así fue como el hombre que dio vida (entre otras muchas grandes interpretaciones) al malvado Saruman de El Señor de los Anillos se convirtió en uno de los últimos seres vivos que vio como guillotinaban a un reo.