Un cuento: El pescador de medusas

Se levanta de un salto de la cama. Se estira dentro de su camiseta imperio. Uno-dos. No hay tiempo que perder. Huele el café que le ha preparado su mujer, porque el piso en primera línea de playa alquilado para la segunda quincena de julio es pequeño. Se bebe el café mojándole unas marías fontaneda. Algo frugal.

MedusaSon las diez y poco. Se mira en el espejo de su piso de primera línea de playa. Algo de blanco en sus sienes, pliegues inadecuados en cara, axilas y estómago. Tez rojiza que tornará morena por obra y gracia del aftersun del Mercadona. Tejido adiposo sin aliñar. Blanduras y callosidades en sus manos. Mirada pura la del héroe. Se dice a sí mismo que va a ser otro gran día de verano.

Parte hacia la aventura desde su piso en la primera línea de playa embutido en un bañador rojo que le queda demasiado pequeño para resultar sexy y demasiado grande para parecer moderno. Lleva una gorra de la Caja Rural de su pueblo y un cubo de plástico que robó a su nieto. No espera a su mujer. Ella lo comprenderá. Saluda al dueño del 24 horas más cercano. Éste no le devuelve el saludo, pero en compensación se mesa su poblado bigote. Pasa delante del dueño del chiringuito que reina en la playa, que está colocando las brasas para los espetos. No le gusta por el elevado precio de los tercios, pero le respeta. Estrechan sus manos y hablan del tiempo. Haría terral. Buena cosa.

El sol ya pica y pronto la arena de esa playa aún desierta se poblaría de seres humanos que se protegerían en sombrillas multicolores y se embardunarían en pócimas grasientas para prevenir morir de un cáncer obedeciendo los consejos de la tele. Y que comerían bocadillos de lomo y de morcón. Y que olerían mal, como a digestiones cortadas. Y que hablarían en voz alta de cosas banales o cruciales sin distinguir si es buen momento para hablar en voz alta de cosas banales o cruciales. Y que se molestarían unos a otros y se criticarían en voz baja sin saber que el motivo de sus respectivos desasosiegos es, justamente, sus propias existencias. Y gente, seres humanos o sucedáneos, que desearían por encima de todo refrescar su espíritu en el agua caldeada del Mar suyo. Y ahí entraba él.

Uno-dos. Estiramientos otra vez. Importante la elasticidad muscular. El agua está en calma. Allá va él, con su cubito de playa como única arma y escudo para adentrarse en el terreno proceloso. Y allí, a su encuentro, aparecen flotando sus enemigas: las medusas, aguavivas, animales creados por Dios millones de años antes que los pacíficos humanos para infundirles miedos cervales y atávicos. Seres estúpidos a los que la corriente, el calor y el pestazo a suegros y yernos atraen a las costas desde que Fraga decidió bañarse en Palomares (o antes, incluso).

Y allá va nuestro héroe, mirada decidida al frente, gotas de sudor cayendo por su frente, para retar a sus ciegos enemigos a un combate a muerte en mitad del salitre del entorno. Como torero, hace un requiebro hacia la derecha y de una tacada saca del cubo dos ejemplares sonrosaditos. Criaturas. Hasta podrían sonreírle si tuvieran labios. Sigue recorriendo la orilla sobre sus cangrejeras, saliendo del agua únicamente para depositar los cadáveres -¿hay alguna diferencia real entre una medusa muerta y una viva?- de sus enemigos en la fosa común que había preparado al efecto. Conforme avanza el día y la playa se puebla, numerosos admiradores del guerrero se le acercan. Son jóvenes promesas de la pesca de la medusa. Alguno lleva camiseta de sus ídolos futbolísticos del momento. El valiente les pide atención y mesura. La picadura podría tener funestas consecuencias. Haciendo un último alarde, llega a usar sus propias manos desnudas para atrapar a una de ellas de un tamaño considerable (considerable para ser una medusa, se entiende). El cazador muestra su trofeo mostrando una sonrisa mellada ufana. Nadie le aplaude, pero él escucha aplausos.

Dan las tres y las cangrejeras del héroe se dirigen al chiringuito para terminarse unos cuantos tercios caros. Mientras los bebe con la camiseta imperio rebosante de vello axilar una duda tremenda le asalta: “¿Y cómo le sentaría echarle a una paella unas cuantas de esas medusas?”. La duda se le va marchando conforme le va atacando el reflujo gastroesofágico. Se estira en su silla. Así termina la jornada del cazador de medusas.

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