Un cuento: El león destronado

Soy un león. Me creó de piedra blanda un maestro turdetano de Ipolka hace muchas más lunas de las que podáis imaginar. Mientras me tallaba con su escoplo me contaba la vida del poderoso Baal y de su maza y su escudo relampagueantes. También la de su esposa Tanit. Si Baal era toro, Tanit era leona. Él me decía que quería que yo fuera el hijo de ambos. Un toro y una leona unidos. Fiero. Fuerte. Una figura para infundir temor. Mi creador se esmeró en mis fauces. Abiertas, con la lengua fuera y mis colmillos bien afilados. Me dejó tumbado, pero en una posición presta para cazar al enemigo de un único salto y mandarlo por la gracia de Netón al infierno.

LeóndenuevacarteyaUn día me cargaron en un carromato junto a otros cuatro leones. Aún siento el respeto con el que nos transportaban entre el humilde mulero y el artesano, mi padre. Más que respeto era miedo. Durante el trayecto, mis hermanos y yo pudimos sentir a través de nuestros chatos morros el olor a olivo de los campos. Recuerdo que una mariposa se posó sobre mi cabeza. Imagino que sería una estampa muy curiosa para cualquiera que nos viera.

Al llegar al oppidum preguntaron por el lugar donde se nos requería. Yo deseaba haber sido colocado en una atalaya, para que mi sola imagen tuviera el impacto de mil falcatas ante cualquier ejército invasor. Pero no, para mi desgracia comprobé que mi destino era servir de guardián del último hogar de un poderoso guerrero. Me ubicaron junto a un túmulo de piedras una vez satisfecho mi pago en piezas de bronce. Mi nuevo dueño me miró fijamente, satisfecho de mi fiereza, y me dijo que esperaba tardar en volver a verme. Recuerdo la extraña sonrisa que me dedicó antes de marcharse.

Se equivocaba. Mi amo era un comerciante fuerte que apenas unas jornadas después de mi llegada fue asaltado por cinco bandidos de una tribu vecina. Luchó hasta matar a fuerza de hierro a tres de ellos, pero cuando se vio rodeado y herido de muerte decidió hacer uso de la sardonia que llevaba guardada en su cinto y así privar a sus atacantes del placer de darle muerte por sus manos. Cuando trajeron su cuerpo entre gran estrépito al oppidum todo el mundo reparó en la extraña sonrisa que mostraba su rostro. Yo ya la conocía.

Tras la procesión de su cadáver, lo quemaron junto a sus pertenencias más preciadas y en el mismo lugar donde su cuerpo se había convertido en polvo en el ustrinum, guardaron en pequeña cárcel de cerámica sus cenizas y las enterraron en un nicho sobre el que, con prontitud, comenzaron a construir una base de doce pies de largo que sustentaría un pilar sobre el que reposaría mi figura. Ya alzado, enseñoreaba por encima de los mortales, que lloraban al son de una plañidera por el alma del dueño al que ahora debía velar. De cuando en cuando mi vista, siempre anclada en el horizonte, se cruzaba con la del sacerdote. También en él noté el miedo. Al menos él era capaz de levantar la cabeza mientras los demás la bajaban, como reflexionando al ritmo que marcaba un solitario aulós.

Al acabar la ceremonia y ponerse la luz me sentí por vez primera vez útil. En el páramo de aquella necrópolis yo era el más fuerte. Yo era el miedo. ¡Ay de quien se atreviera a acercarse!, pensaba. El hijo de Baal y Tanit hecho piedra. La maldición caería sobre quien osara siquiera acercarse a mi poderoso señor, que lo sería para la eternidad mientras el sol fuera sol y la luna, su señora.

No recuerdo cuánto tiempo pasó desde entonces. No creo que fuera toda una eternidad, porque nada que es eterno termina tan deprisa. Observé fuego en el oppidum y luego un tropel que parecía dirigirse hacia la necrópolis. Descarté que se hubiera producido una nueva muerte de uno de los nuestros, pues todo cortejo fúnebre ha de ser regido desde la mesura y no desde el desenfreno. Pero mucho menos pensé en cualquier otra coyuntura. Aquello era terreno sagrado. Y yo el embajador de los dioses sobre esa tierra y aquel pilar. Un león. El león de la tribu. Terror y miedo.

Pero sí, una turba descontrolada estaba profanando la necrópolis sin tener en cuenta su naturaleza. Desde mi posición trataba de hacer el efecto de bastión defensivo. Traté de mostrar mi semblante más terrorífico. De contener la furia asesina de aquella tribu vecina que se hartó de convivir con la nuestra. Me sentí impotente, porque mi intimidación no causaba el más mínimo efecto. Junto al nicho de mi señor, contemplé muertes y violaciones de vírgenes. Saboreé el miedo en su más pura expresión. De repente, un guerrero fuerte como Melkart comenzó a zarandear mi sustento hasta hacerme caer. Del golpe saltaron varias esquirlas. Entonces tomé conciencia de que no era nada más que piedra muerta.

La tribu rival decidió condenarme al olvido. Me enterraron junto con el recuerdo de mi señor y permanecí muchas otras lunas bajo la tierra. Privado de la luz. Ausente de la historia. Amigo de los gusanos y de la tierra. Lejano al miedo. El poderoso hijo de Baal y Tanit visitando la tierra de Netón, que lejos de ser de fuego era de estiércol y moho.

De repente, muchas lunas después y en un tiempo muy lejano al mío y muy cercano al vuestro, un rayo de luz volvió a dar sentido a mi existencia. Dos trabajadores de la tierra extrañamente vestidos hallaron mi cuerpo. Al volver a notar una presencia cerca de mí traté de ofrecer mi faz más guerrera, pero aquellos hombres no reaccionaron con terror. En sus ojos más bien sentí curiosidad. Nunca antes había provocado esa reacción. Era aquél, el vuestro, un mundo raro. Un lugar de urgencias y luces. Dedicaron mucho tiempo a limpiarme con mimo –lo cual agradecí- y, aparentemente, a tratar de descifrar mi misterio hasta que se cansaron y me colocaron en este confortable hogar.

Desde entonces, en este universo raro y en el que parece que Baal y Tanit no tienen cabida, mi presencia ya no impone respeto ni miedo. Pero, resulta singular, de todos los días desde que volví a ver la luz, el que más recuerdo fue uno en el que una pequeña criatura que visitaba este mi nuevo imperio se me acerco a un palmo de mis antaño feroces fauces y me sonrió. Creo que me llamó gato. Pero soy un león. Y lo seré siempre. Aunque tal vez lo de ser gato no estuviera tan mal, después de todo.

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