Eduardo Galeano, in memoriam
A fe que lo intentaba, pero aquel pequeño huerfanito era tremendamente torpe escribiendo. Confundía las “erres” con las “eles”. Cambiaba de significado las palabras más elementales. Cuando quería decir flor, cantaba avión. Cuando sueño, terciopelo.
Así era imposible.
Le buscaron un refugio en la historia, pero no era capaz de recordar ni el día en el que sucedieron las cosas ni de asociarlas al por qué. Todo eso le parecía muy complicado. Además, qué más le daría a él en el fondo si alguien había hecho algo grande cuando él se veía a sí mismo como tan poca cosa.
Su profesora le dio por perdido cuando comprobó que las matemáticas tampoco parecían lo suyo. No le gustaban las integrales, ni las derivadas. Apenas asumió el sumar, restar, multiplicar y dividir. Y eso a duras penas.
No. Definitivamente no sería nada en la vida, pero a aquella profesora de escuela pública le entristecía la situación de aquel niño que parecía tan noble, tan sano. Había algo que se le escapaba en su mirada.
Un día la maestra decidió llevar al niño a un partido de fútbol del equipo local para que saliera de su rutina en el orfanato. En un momento del partido el lateral izquierdo del equipo local interceptó una progresión peligrosa del interior rival y envió la pelota a la grada donde estaba el niño con la maestra. Al huérfano se le abrieron los ojos y corrió hacia el balón. Nadie pudo pararlo. Cuando lo tuvo delante, le dio un toque, lo elevó y comenzó a acariciarlo con sutileza y armonía con todas las partes reglamentarias de su cuerpo –pies, muslos, cabeza y espalda- ante la admiración de todos los presentes y hasta de los propios jugadores del partido y el árbitro.
Cuando terminó devolviendo de un formidable zurdazo el balón al verde, todos prorrumpieron en aplausos y fue entonces cuando la profesora comprendió lo que no había sido capaz de ver antes: aquel huerfanito torpe y sin futuro expresaba su humanidad por los pies.